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Asturiano, Costumbrismo, Lengua asturiana, Literatura costumbrista, Llingua asturiana, Pastores
Tal día como hoy, hace 145 años, nació en Intriago Ángel Sarmiento González. Para conmemorar esta fecha publicamos un cuento costumbrista, «Asturias, paraíso de España», en el que este asturiano, al que le fue arrebatada su patria por defender la democracia, evoca la tierra que lo vio nacer.
Quiero agradecer a su nieta Magalí Sarmiento Fradera la cesión del mismo.
* * *
Cuando Dios andaba de incógnito por el mundo, sin más compañía que sus altos pensamientos y un pollino enflaquecido, entró en Asturias por Panes, una mañana. Atravesó el Señor las Peñamelleras, subió por los puertos de Cabrales en dirección al Naranjo de Bulnes, no sin antes mirarse en el espejo cristalino de las aguas del Cares, que en aquella época del año no era más que un regato donde las truchas gozaban comiendo “guxarapes”. Al pie del Naranjo, el Señor descansó un rato, tomando un elixir de ambrosía que era su principal alimento.
Aquel día, el sol brillaba con intensidad. Una brisa suave sacudía los penachos de los árboles semimustios, y se desprendía de las hojas abundante rocío que paliaba la sed ardorosa de la tierra. Por excepción no se veía un solo “pezapu” de niebla, ni en las cañadas ni en los picachos más altos. Todo parecía sonreir. Los pájaros cantaban y en la enramada se dejaba oír la voz del “cuquiellu”; las “llargateses” salían de sus escondrijos; con tanta luz, los raposos permanecían en sus covachas; los ganados pastaban tranquilos… Todo en aquellas soledades era armonioso.
Culebreando por una senda que interceptaban muchas veces los peñascos, tomó el Señor la dirección de Peña Santa. En algunas vegas se detenía a apacentar su resignado rucio y recogía sanguinaria, flor de malva, manzanilla y otras plantas medicinales como tan buenas no se pueden encontrar en ninguna otra parte de la tierra.
Cabeceando el sol, dejaba una cinta de vivos colores antes de dar paso a la noche. En una aldea escondida en remota cañada, tañía la campana de la ermita, invitando a la oración. Los gallos de inmediata vega despedían la tarde con sus cantos. Los terneros, inquietos en los corrales, llamaban a sus madres, en solicitud del sabroso jugo de sus ubres. El Señor llegó a una vega en donde sólo había tres pastores y una garbosa moza. Uno de aquellos, acaso el más joven, sentado en lo alto de un picacho, entonaba una canción del país, muy popular. Tanto entusiasmó el canto al solitario viajero, que se detuvo con devoción a escucharlo y exclamó:
-Esto no se oye en ninguna otra parte.
La pastora, prototipo de la feminidad de la región, era esbelta, de cabellera abundante, cutis colorado como amapola, ingenua y guapa. Lucía su clásico dengue y fregaba con gran desenvoltura unas “cuernas” en la fuente que manaba de un peñasco. Saludóla el Señor con amabilidad que ella juzgó desusada. La sencilla moza, después de corresponder al saludo, preguntó:
-¿Qué lu trae per equí a este hores, señorín? ¿Non tién miedu a que los llobos lu coman?
-Soy hombre que no tiene miedo a nada –respondió el Señor-. Busco alojamiento para descansar esta noche y un cobertizo para este borriquillo que portando mis alforjas me acompaña.
-Espere un momentu. Vó a parllar co’l mió padre.
Consúltanse padre e hija y van al encuentro del desconocido, al cual manifiestan que se le hará un sitio en el “camiñeru”.
-La cama –explica el pastor- ta mullida con felechu, algo dura la encontrará y pueden pegásei algunes cabarres, pero no ofenden gran cosa.
-¿Trae xinta, buen hombre? –inquiere la moza-. Si no la trae, no se apure. Puedo tostái fabes de mediudía, con tocín, morciella o llonganiza. Lleche, la que quiera. Si no i gusta eso, comerá migues con mantega y se ha de rellamber con elles; pan no hay, pero tenemos torta mariellu como l’oru, que hasta los señorones la apetecen.
Por todas estas atenciones, Dios da las gracias y dice para sus adentros:
-¡Cuánta bondad la de esta gente! ¡Por eso en mi celestial mansión se la estima tanto!
Mientras el hombrín desapareja el burro y le da hierba para comer, el pastor comenta con la hija:
-Cara de criminal non tién, ni aires de lladrón; el burru que trai sí podría ser robáu… Puede haber tamién daqué misteriu de faldes. Llocura no se i nota, el vestidu de sayal no i sienta bien, la camisa é de un jilau de cáñamu no muy finu… ¡Quién sabe les desgracies que lu aflixen!
La moza opina a su vez:
-Puede que sea un pocu llambión, porque tien los güeyos algo zaragateros. De todos modos, hay que estar co’l güeyu alerta; por si acasu, meteremos la corexa en un toyu de la parea.
Y dirigiéndose a Dios, añade en voz alta:
-Pase, señorín, pase, no esté más a la puerta de la cabaña, que puede coxer fríu y acatarráse.
-No tenemos lluz, buen hombre –agrega el pastor- no siendo la que da la llapada de los tizones.
Y el hombrín viajero cenó, a su petición, unas “fariñes” preparadas por la pastora con miel de una colmena que había en la oquedad de un peñasco.
Luego, se acostó en el mullido montón de helechos, oyó que el pastor y la hija le decían un “que descanse”, y se durmió en santa paz.
Mucho antes de que desaparecieran las estrellas del firmamento, se levantó el huésped y aparejó el borrico mientras la moza hacía una infusión de té, con leche y miel, para desayunar. Aquello sabía a gloria.
Al despedirse el viajero, interrogó a la zagala:
-Dime, gentil muchacha, ¿qué comes para estar tan hermosa, con el cutis tan fino y esos colores tan sonrosados?
-Señor, yo como torta y lleche, mantega, fabes, tocín y morciella… Pa merendar, cuayada y miel.
El Divino Bohemio, muy agradecido, expresó a padre e hija:
-Buenas gentes, no tengo ni quiero ese vil metal que se llama dinero. El dinero es hijo del pecado, excita la codicia, endurece el alma y prostituye la vida. Os pagaré algún día, pero con esencia de mi corazón, ya que tanta gentileza no se puede pagar de otra manera. Dime, linda pastora, qué es lo que puede constituir tu mayor felicidad en este mundo de pecadores.
-Señor –salta la pastora sin rodeos-, un buen mozu, de buen xeniu, honráu, trabayador, leal y con posibles, ricu si puede ser.
-Eso de rico, asturianina –observa el Señor- es peligroso por mor de los vicios, pero así lo tendrás si así lo quieres.
El desconocido bendice a la pastora y ella se ríe de la bendición.
Ha caminado ya el viajero una legua, cuando topa con un pastor de los que van a la aldea a trabajar durante el día y a la noche regresan a la cabaña para atender el ganado.
-¿Aónde buenu, paisanu, tan aína de la mañana? –exclama el pastor-. ¿No tién miedu al osu que cuerre per estos valles? Siéntese a la mió vera, asina Dios me salve, echaremos un pitu en capulla y parllaremos de les coses d’esti mundiu.
-Gracias, pero no tengo el vicio de fumar.
-Eso no é viciu, sino costumbre que entretien. Da gloria agoler la esca con que se enciende el cigarru, ¿No i paez?
Dios guarda silencio y mira al pastor. Y el pastor siente gran deseo de saber quién es el desconocido.
-Puedo dái de desayunar, buen hombre –insiste el pastor-, si sabe beber per la petanera del ballicu que llevo llenu de lleche tresviriada. Comerá mantega y algún garitu de torta. Doy lo que tengo.
-El principal desayuno son las plegarias.
-¡Buenas plegarias nos dé Dios! Dígame quién ye usté y aónde va per estos caminos extraviaos. ¿Persíguelu la xusticia? ¿Escapóse de daqué presidiu? ¿Robó esi pollín? Dami nas ñarices que trai alguna soga arrastrando. ¿No será que lu habrá echáu la muyer de casa por jolgazán? Eses manes tan pulíes no están de trabayar y esos arresguñatos en pochacu estánlo diciendo.
-Estos aldeanos –piensa el desconocido- son la candidez personificada. Tienen la astucia en mantillas y la bondad es innata en ellos. Hay que quererlos, no les han enseñado otra cosa.
-Lo que yo soy –dice en voz alta el Señor- te lo voy a decir para que no te quede duda y dejes de pensar con tanta malicia.
-Yo no ero maliciosu, hombrín. Gústami decir les coses como les ve la mió mollera.
-Lo que eres, lo sé yo mejor que tú, porque tú no te conoces y yo te conozco bien.
-Acabe de abrir el picu, por ya toy como en parrilles.
-¡Quién soy, quién soy…! Soy el Soberano Señor, Creador de los cielos y la tierra. Ando por el mundo a ver si puedo desterrar de él la maldad de los hombres, cada día más defectuosos. Y no miento, porque Dios no miente nunca.
El pastor se echa a reír:
-¿Ta bien del tanque, señor? Los campesinos creemos muches coses o aparentamos creéles, pero esa píldora no me la trago yo.
De repente se le revela al pastor la faz del Dios humilde, pero justiciero, aquél que padece cuando los hombres lloran su infortunio. Hinca el asturiano la rodilla y pide perdón por las burlas anteriores. Entonces, el Señor se franquea con el pobre hombre. Habla contra la injusticia, contra el vicio y contra el lujo:
-Estimo más –concluye- el condumio campesino que los manjares de los palacios, aderezados con el sudor de los que gimen.
-Dígami, Don Dios –se anima el pastor al ver la campechanía del Padre de todas las cosas- ¿puedo pedíi algo con confianza sin que se moleste?
-Sí, hombre, pero no te excedas, pues te expones a perderlo todo; mira que soy enemigo de las gollerías.
-Señor, -dice el pastor rascándose la cabeza con embarazo-, tengo una muyer trabayadora, llimpia como un coral, ahorratible, con muchu atueldu con la cebera, pero con un xeniu endemoniáu. No está contenta mas que cuando i fago regolvinos. Al casase tiró el refaxu mariellu y se ponxo pantalones y entoavía los trai, la condenada. ¿No podía cambiái el xeniu?
-Trabajo costará, pero se hará lo que se pueda, poco a poco.
-Mire, tengo tamién una fía que val lo suyu, Ye un pocu viliesga, de buenes caderies, collorada como una cereza, les piernes como pegollos; grandes los pechos, como se llevan agora; tién cara de santa, canta como una xiblata, trabayadora como so madre, le mesmu siega que empuña la rabuya, cabruña la guadaña que ye un primor. Podía queréla cualquier señoritu ricu. Andai pintandoi la cigüeña un mazcayu que no i pon mala cara ella y tengo miedu a que llegue a facéi coscoritos. El mozacu no ye de mala presencia. No se i conocen vicios, ye prestamosu y apúrrei al trabayu, pero no tién caudal y ñació de pe’l llau. Criólu la so madre ganando xornales y cuando lu trexo al mundiu dio a los vecinos la disculpa de que la so puerta no tenía quiciu ni tarabica. Como la mió fía tién buen caudal, nos tamos sobre ella tos los díes jerre que jerre… Pero nada, no nos fai casu…
-¡Hombre, hombre! –exclama el Señor- ¡Yo no he venido al mundo a intervenir en noviazgos ni a escuchar chismes pueblerinos! ¡Pide y acaba!
-Un pocu de pacencia, Señor. Quixera que a la mió fía l’apartara d’esi babayu. Ella é noblota y échai al mozacu munches güeyaes y tengo miedu que me la empaite, que sería el acabóse. El mundiu ta muy revesosu y pasen coses reñíes co’ la señaldá. Y agora quiero pidíi otra cosa. Asturies ye hoy un páramu tostáu, los árboles tan mustios y les lluvies non acaban de soltáse. Los sembraos y los praos tienen sede, las juentes llorominguean, les vaques tienen fame… Vivimos na probeza. Señor, ¿no puede facer algo per Asturies?
-Porque sois buena gente y estáis abandonados de los poderes públicos, mañana al alba estaré en el pico más alto de Asturias y desde allí extenderé mi brazo para bendecirla, una sonrisa mía la embellecerá toda y tus deseos se verán cumplidos.
Y el Señor se despidió del pobre hombre con una frase llena de bondad. Pero apenas había caminado un trecho, cuando el pastor le gritó, montera en mano:
-¡Señor, y que la “Galana” para xata, la gocha los coínos machos, los maízos den dos panoyes y las muyeres non trayan más los pantalones!
Sonrió el Señor y dirigió al pastor un ademán generoso. El guardador de ganado, zurrón al hombro y cayado al puño, bailándole la montera en la cabeza, echó a correr hacia su aldea. Llegó a casa, loco de contento. Tiró con violencia el zurrón en el estragal, el “ballicu” de la leche se rompió y el blanco líquido se derramó por el suelo. Su mujer quiso pegarle, pero él la abrazó con frenesí, diciendo a grandes voces:
-¡Somos felices, Quica! ¡Salvónos, salvónos d’afechu el hombrín!
La Quica se llevó las manos a la cabeza, atónita:
-¿Tas llocu, Antón? ¿Trastornóti la mollera esi mazcayu que nos cortexa la fía?
-Oime con calma, muyer. Cuando venía esta mañana per la Xierra del Cantu topéme con Dios del cielu y pidíi que fixera de Asturies un paraísu. Díxome que sí. Veráslo mañana al riscar el alba.
-Apañada tienes la culera, llocu perdíu. Siempre justi un tontaina. Dami gana de rompete’l alma, que si te dicen que va volando el caballu del cura, créeslo. ¡Desgraciada la muyer que se arrima a un calzonazos tan sin sustancia!
A las voces de la Quica, que ahora echaba en cara a Antón la rotura del “ballicu” y la pérdida de la leche, acudieron los vecinos. Enterados de lo que ocurría, uno manifestó:
-Hay que ponélu en cura, Quica. Dái sanguinaria, que se i subió la sangre a la cabeza.
-No, no, pónyi sanhijueles en pochacu.
-Una sangría caballar, -añadió el curandero del lugar-.
-Nada como los baños de carquexa –remataba una vieja-.
Intervino el sacristán:
-Esti hombre no está llocu. Dios anda pe la tierra y dase a conocer a los probes de hacienda y a los probes d’espíritu, pa que no anden per caminos de perdición. Bien claru vos lo diz el señor cura, pero vos facéis pocu casu.
-Y tú con la Pepona, ¿qué? –interrumpió un hombrón, malhumorado por la hipocresía del Sacris.
Confuso, el sacristán optó por largarse. Hubo algunas risas, Antón se metió en su casa, siguieronle la mujer y la hija y los vecinos se fueron, hablando ya de otras cosas.
Al día siguiente, como Dios había prometido a Antón, amaneció Asturias convertida en un emporio de belleza y fertilidad. Montes y laderas, recuestos y colinas eran frondoso dosel, mantos de flores los prados y las fuentes brotaban con abundancia hasta de las peñas más altas. A la vista de tanta maravilla, todas las campanas empezaron a repicar.
Entretanto, desde el Naranjo de Bulnes, el Señor subía al cielo y pocos instantes más tarde ya estaba departiendo amigablemente con San Pedro, el portero celeste, salido a recibirle con la boina en la mano.
-El mundo anda bastante mal, Perico –dijo el Señor mientras se limpiaba la frente con un pañuelo-. Hay muy poca gente honrada y de buena fe. Sólo en los parajes muy remotos se encuentra. Por eso acabo de favorecer a Asturias, a petición de un hijo de ese terruño, un hombre ingenuo si los hay.
San Pedro puso cara de pascua y replicó alborozado:
-Bien hecho, Señor. Los asturianos tienen tanto mérito, que en todas partes hay legión de ellos, menos en los infiernos. Yo, sin leer los expedientes, les abro a todos las puertas de la gloria y los trato con familiaridad. Los jóvenes, al llegar a esta portería, son tan alegres que entonan la “Soberana” y el “Señor San Pedro”, pero no lo hacen por adularme. Y los viejos, ni en el cielo se olvidan de lo suyo, pues al llamar con el aldabón me despiertan con el grito de “¡Viva Asturies, tierra de felechu!”.
Ángel Sarmiento