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por Francisco Pendás González

Fue de un modo casual y aún no hace mucho tiempo, como llegaron a mi conocimiento estos datos biográficos (seguramente inéditos) de la infancia del gran tribuno y que es indudable que ofrecen un curioso contraste con los de los años posteriores de su vida pública, invariablemente orientada hacia ideales políticos bien opuestos.

Aparte de este último aspecto, que era el único que casi todos conocíamos de la figura del político, don Juan era para mí el amigo fraternal y condiscípulo de mi padre, algunas de cuyas travesuras infantiles, que muchas veces fueron en mi casa motivo de entretenidas charlas familiares de sobremesa, tuvieron por escenario el mismo de las propias y merecieron reprensiones de alguien cuya memoria es algo muy sagrado en mi recuerdo.

Motivó mi deseo de hacer indagaciones en procura de estos datos que voy a referir, una carta escrita el 2 de diciembre de 1925 por el ilustre leader tradicionalista a su también condiscípulo y amigo de la infancia el abogado don Francisco Pendás y Cortés, en la que decía:

«Te ruego que le digas a tu sobrino Paco que si encuentra ocasión oportuna rectifique en El Popular un error grave referente a mi padre (q. e. p. d.) En una crónica donde se describe un viaje a Següenco, afirma que el capitán don Juan Vázquez de Mella proclamó en Cangas la república.

Es un absurdo. Mi padre ni proclamó la república ni fue jamás republicano. Cuando lo de Alcolea, aún me acuerdo yo, le sacaron de casa para que se constituyese un Ayuntamiento que asegurase el orden, y quien se encargó de la dirección del pueblo fue don Benito Carriedo.

Mi padre era capitán graduado de comandante y con la laureada nada menos que el año 43. El general don Tomás Iriarte que se puso al frente del pronunciamiento que inició mi padre en Vigo ese año 43 y en favor del gobierno caído, le nombró teniente coronel. Emigraron cinco años a Portugal y estuvo fuera del ejército algunos años. Fue el único del 43 al que no se le reconoció el ascenso ni la antigüedad porque se negó como los otros a entrar en las sociedades secretas que entonces tenían minado el ejército. En Cangas era teniente coronel graduado de coronel y ascendió a este empleo cuando África, donde quería ir, pero como lo destinaban a Cuba (por resentimientos con un general) pidió el retiro. Cuando la revolución, Prim, muy amigo suyo, le reconoció la antigüedad del año 43 y la vuelta al ejército y no quiso servir ya a la Revolución ni volver al Ejército donde sería el mariscal de campo número uno.

Todo esto es particular, pero la rectificación sería decir que no proclamó la república ni era republicano y que era coronel retirado desde el año 59. No tengo tiempo a más.

Recibe un fraternal abrazo de tu

Juan.»

Efectivamente, en El Popular se había dicho que en la plaza frontera al edificio donde tiene su redacción este semanario había proclamado la república el capitán don Juan Vázquez de Mella; afirmación hecha pocos días antes de publicarse la crónica a que el leader tradicionalista hace referencia en su carta, por un contemporáneo suyo que decía recordar haber visto al padre de nuestro ilustre conterráneo con la espada desenvainada, proclamando el advenimiento de la República, y comentaba la disparidad de credos políticos entre ambos.

Pero los datos aportados por la carta de su hijo demostraban que esta afirmación era inexacta. Lo que nadie podía sospechar entonces era que la oportunidad de rectificar la provocase tan desdichada ocasión como es la del fallecimiento del gran orador que la pedía.

Y, puesto a buscar datos que explicasen la incompatibilidad entre ambas afirmaciones, recogí los siguientes:

En año que no me pudieron precisar, llegó a Cangas de Onís el militar (probablemente capitán graduado de comandante) don Juan Antonio Vázquez Mella, natural [de] Boy Morto [sic, por Boimorto], provincia de la Coruña, quien, siendo ya de edad madura contrajo matrimonio con doña Teresa Fanjul Blanco. De este matrimonio nació el día 8 de junio de 1861 un hijo, que aparece inscrito en los libros de la parroquia con los nombres de Juan, Antonio, María, Casto, Francisco de Sales, y que ya desde su edad más temprana demostraba un temperamento vehemente, una inteligencia muy despierta, de asombrosa memoria y gran disposición para hablar en público.

Casa en la que nació Juan Vázquez de Mella y Fanjul, en la calle del Mercado.

No pasaron desapercibidas estas características para su padre el comandante Vázquez, hombre de exaltadas ideas liberales y gran amigo personal del general Prim, quien se entretenía, en el hogar, en hacer que el futuro verbo del carlismo aprendiese de memoria cortos discursos revolucionarios que luego le hacía pronunciar, subido sobre una mesa, en las tertulias donde se reunía por las tardes con sus amigos o en los poyos de la carretera de Prestín, sitio por el que solían pasear las personas distinguidas del pueblo al caer de la tarde.

Vive aún el entonces mozalbete –hoy septuagenario don Antonio Soto– que acompañaba al pequeño Juan a la escuela de primeras letras, en el barrio de Cangas de Arriba y, al pasar por el Campo de San Antonio, en el que había una bolera y un lagar muy concurridos, le hacía subir sobre una mesa de piedra, que todavía puede verse en el mismo sitio, para que pronunciase algunos de sus discursos, de los que recuerda al pie de la letra éste:

«¡Patriotas de mentira! ¿Por qué habéis abandonado a mi querido amigo Prim, ese que enarboló la bandera de la Libertad? En bien de la patria oprimida y en viniendo mi caballín de Galicia yo iré a buscar a Prim, a Feijoo y a Melendreras y llevaré a Vázquez. He dicho.»

Y, dando una palmada, el infantil orador saltaba al suelo, mientras su auditorio de jugadores de bolos le aplaudía.

Estas precoces inculcaciones de liberalismo seguramente no eran del agrado de doña Teresa Fanjul, mujer de arraigadas convicciones carlistas y de acendrado fervor religioso, quien a su vez se esforzaba en orientar las inclinaciones de su hijo en el sentido de las suyas. Era entonces su amiga íntima doña Antonina Cortés Llanos, que, animada también de idénticas preocupaciones por sus hijos José, Felipe y Francisco Pendás, compañeros inseparables del pequeño Juan y condiscípulos suyos más tarde en el Colegio de Valdediós, había hecho para ellos unas completísimas vestiduras sacerdotales que los muchachos se ponían para celebrar misa en un altarcito en el que no faltaban los santos, los floreros y los candelabros de juguete, con sus velitas coloreadas.

Por el desván de la casa en que hoy vive el conocido abogado don Rodrigo del Cueto anda rodando, todavía, uno de los muñecos que servían de santos en este altar, que instalaban algunas veces en la bodega de la misma, utilizando como púlpito una macona en la que se metía Juanín para predicar a su auditorio infantil.

El empeño de doña Teresina por inculcar a su hijo costumbres religiosas llegó a veces a revestir formas de verdadera violencia. La mozuela que tuvo de sirvienta en su casa, Dolores Laria, hoy mujer del afamado pescador de salmones El Tato, me contaba hace pocas noches que en una ocasión, resistiéndose el pequeño Juan a arrodillarse para rezar si no le daban un almohadón, porque le dolían las rodillas, le cogió su madre por las orejas y, alzándole en vilo, le obligó a postrarse, diciéndole:

–¡Antes quisiera verte muerto que no que salgas como un hermano que tengo!

Ocurrían estos hechos, a juzgar por el discurso antes citado del infantil orador revolucionario, en la época que Prim había marchado a Turquía. Llegó después la Revolución de Septiembre, del 68, con el derrocamiento de Isabel II, y el héroe de los Castillejos nombró a su amigo el comandante Vázquez presidente de la Junta Revolucionaria de Cangas de Onís, que luego –según me contaba otro compañero de infancia y amigo íntimo del leader carlista, don Antonio Cortés– se declaró independiente de la provincial que funcionaba en Oviedo y de la Central, de Madrid.

Probablemente, éste fue el acontecimiento al que en la crónica de El Popular al principio citada se llamó «proclamación de la República», en vez de «proclamación de la independencia de la Junta Revolucionaria local».

Lo cierto es que Prim, al tener noticia de la defección de su amigo trató de convencerle para que depusiese su actitud de insubordinación y, no lográndolo, hubo de prescindir de él en adelante.

Años después, cuando la «carlistada», si el teniente coronel Vázquez había cesado en sus actividades políticas no debió ser su pasividad completa o sí su retirada de ellas muy reciente, porque –me contaba la sirvienta Dolores Laria– anduvo huido de las fuerzas del pretendiente, durmiendo escondido fuera de casa cuando los carlistas se acercaban y recuerda ella haber ido a llevarles la comida al padre de Mella y otros amigos suyos, a un prado que hay encima del cortijo de Contranquil, y citaba la frase de uno de ellos que, bromeando sobre el temor que tenían a ser descubiertos, dijo un día, mientras estaban comiendo, en presencia de la criada:

–¡Si ahora viéramos los carlistas pasar por ahí abajo!…

–Así que, –afirmó Dolores– si el padre de Mella no fue republicano, carlista tampoco lo era, porque andaban ellos detrás de él.

Mientras tanto y ya mayorcito el hijo de doña Teresa y los de doña Antonina estudiaban juntos en el Colegio–seminario de Valdediós, al que esta señora y la sirvienta citada iban a visitarles todos los inviernos, pasando algunos días en su compañía.

Después empezó para el pequeño Juan una etapa cruel de su vida; acaso la de más amarga recordación.

El 29 de septiembre de 1874 llegaba a Cangas un destacamento que venía persiguiendo a los carlistas y un capitán que venía con esta fuerza fue a visitar a don Juan Vázquez, que, delicado de salud, se encontraba en cama y se levantó para recibirle. Al terminar la visita, que fue larga y afectuosa, el capitán se despidió diciendo que la tropa formaría delante de la casa para que el enfermo pudiese verlos marchar; y hallándose don Juan asomado al balcón, acompañado de su esposa, sufrió un desvanecimiento que alarmó a doña Teresa, quien mandó buscar inmediatamente al médico señor Campomanes, cuyos auxilios no pudieron impedir que falleciese horas después, a las tres de la tarde de aquel día. Contaba, al morir, sesenta años de edad.

A esta desgracia siguieron otras de carácter económico que llegaron a poner a la viuda y al huérfano de don Juan en trances angustiosos. La pensión se cobraba siempre con irregularidad y algunas veces con retrasos de un año. Por si esto fuera poco, se falló en contra de doña Teresa y de su hijo un pleito sobre una herencia entablado en vida de su marido contra su hermano don Casto Fanjul y sus parientes los García Ceñal, y la situación se hizo tan insostenible que la viuda de don Juan decidió marchar con su hijo a Santiago, donde unos parientes de su marido la animaban a que se trasladase. En tal apuro económico se veía doña Teresa al tomar esta resolución, que para poder marchar a Galicia fue necesario que su amiga entrañable doña Antonina reuniese, entre varias amistades, la cantidad necesaria para costearles el viaje.

Y con la marcha a Galicia termina para el futuro representante de la más extrema derecha política, la que pudiéramos llamar, con afectuoso humorismo, época revolucionaria de su vida. Porque en Santiago las influencias liberales del padre militar revolucionario y amigo de Prim, fueron probablemente substituidas por las de un canónigo, acaso pariente suyo, que viendo en él, más definidas y claras ya, las brillantes dotes intelectuales observadas por el comandante Vázquez, le movieron a la buena obra de dispensarle su protección y a costearle, según parece, la carrera de Leyes.

Su historia política posterior es demasiado conocida para que haga falta recordar nada de ella en estos apuntes y demasiado diáfana para que ningún punto obscuro necesite ser olvidado con piadoso silencio ni aclarado post mortem por amigos piadosos. Por eso hago omisión de ella.

Cuando yo le conocí personalmente vivía ya alejado de toda actividad política. Era en los últimos años de su vida.

Cada vez que iba a verle, en todos mis poco frecuentes viajes a Madrid, me recibía con gran cordialidad, sin hacerme nunca guardar antesala y si en aquel momento tenía visitantes y algunos de ellos me eran personas desconocidas, al hacer mi presentación solía decir, con aquella entonación clara, pastosa, tan suya, que parecía moldear las sílabas dando un peculiar relieve a sus palabras: «Este señor es de Cangas de Onís». Y sonreía bondadosamente. Parecía como si hubiese querido decir «este señor es de mi pueblo y por eso tiene tanto derecho como ustedes a que se le reciba aquí con esta familiaridad.»

Y las visitas se hacían tan largas, insensiblemente, que muchas veces la tarde se perdía entera, y la causa era siempre la misma, el atractivo irresistible de su charla. Sentado en un sillón de mimbres, en el jardín o el balcón de su gabinete entresuelo, don Juan derrochaba a diario ante su embelesada tertulia de amigos íntimos las galas mejores de su ingenio, entre sorbo y sorbo de café insuperable y en tanto los habanos diluían su aroma en el ambiente…

Si alguna vez le encontraba solo o las visitas se marchaban, la conversación recaía en el pueblo natal, en los viejos amigos de la infancia, en los tipos populares que él recordaba.

Se le conocía reverdecer el afecto hacia el rincón de su nacimiento, que algunos suponen que estuvo ausente de su pecho muchos años y que, de haber sido cierto, tendría la natural disculpa del ingrato recuerdo que tenían que haberle dejado las amarguras de la infancia y el comportamiento de sus parientes, despojándole de unos bienes que la suerte quiso que él viniese a heredar más tarde.

Hablaba de próximas realizaciones de áureos sueños financieros pendientes de la inmediata aprobación de gigantes proyectos de construcción de saltos de agua que producirían centenares de miles de caballos de energía eléctrica y que, en cuanto llegasen a ser realidad, le permitirían dejar a su pueblo el recuerdo de unas grandes escuelas o alguna otra obra de pública utilidad. Y siempre, a cada nueva visita, los había entorpecido alguna dificultad que su optimismo le hacía creer que iba a ser pronto vencida.

Juan Vázquez de Mella en Cangas de Onís en el año 1913, acompañado de un grupo de tradicionalistas asturianos.

Tenía también obras filosóficas en preparación, que daría a la imprenta muy pronto y que iban a ocuparle mucho tiempo; un viaje a Cangas «dentro de un par de meses, sin falta, a descansar una temporada cuando vuelva de Galicia»; y después que le cortaron la pierna, otro a Italia, donde le habían dicho que había el mejor ortopédico del mundo y de donde esperaba regresar con una pierna artificial maravillosa, que iba a poder andar con ella como con la otra.

Pero los meses pasaban y después los años, los proyectos seguían siéndolo y cada tarde era consumida en otra amable tertulia en que las visitas se sucedían, ávidas de escucharle.

Ya lo dice el P. Miguélez en su prólogo de la «Filosofía de la Eucaristía»:

«Finalmente barrunto que este libro sea el primero de una serie de otros y otros que le seguirán (pues para muchos tiene tela cortada), si sus numerosos amigos acaban de percatarse de que, a un hombre de las extraordinarias facultades de don Juan Vázquez de Mella, no es lícito robarle el tiempo y el reposo con estériles visitas y encargos engorrosos, so pena de proporcionarle de antemano un taquígrafo que hábilmente vaya recogiendo las joyas y perlas que caen desgranadas de su amenísima, tan solicitada y siempre instructiva, conversación.»

Solo no estoy de acuerdo con el P. Miguélez en creer que eran sus amigos los culpables de hacerle perder el tiempo; era él, más bien, el principal culpable. Porque era ese su modo de ser, de hombre sociable, afectivo e impenitente soñador. Disfrutaba él con la compañía de sus amigos tanto como ellos con la suya y sentía por ellos verdadero afecto, que nunca enturbiaron antagonismos ideológicos. Una buena prueba de esto la tengo a la vista, de su puño y letra, en una dedicatoria escrita en el ejemplar de la «Filosofía de la Eucaristía» que dedica a su amigo de la infancia don Rodrigo del Cueto y que dice:

«A mi muy querido amigo don Rodrigo del Cueto que sabe adunar la cultura de notable jurisconsulto con la rectitud y penetración de juicio y de conciencia, dedica estas páginas, que no son de piedad sino estudio filosófico, su afectísimo y agradecido amigo

Juan Vz. de Mella».

Esta advertencia final de que su libro era obra «no de piedad, sino estudio filosófico», hecha a quien él sabía bien que, lo mismo en religión que en política, profesa ideas diametralmente opuestas a las suyas, demuestra mejor que nada la tolerancia delicada de su espíritu superior, respetuoso para las ideas ajenas y libre de sectarismos en el terreno de los afectos. «Leo todas las semanas El Popular y, en la memoria, estoy siempre con vosotros en esos momentos», –añade todavía en la carta que escribe al señor Cueto al mandarle el libro con la anterior dedicatoria.

No cabe duda que en este sentido, por lo menos, era un hombre verdaderamente excepcional; pues, tolerancia como la suya es virtud muy rara de encontrar en nuestra patria y más en el campo de ideas suyo ni en los colindantes. Así lo reconocieron noblemente plumas tan autorizadas como las de Andrenio y Castrovido, cuyas opiniones tienen en esta ocasión más valor de imparcialidad y mérito superior que las de cualquiera de sus correligionarios.

Y es que don Juan admitía para los credos de los demás la misma pureza de intención que el guardaba para el suyo. Era para las ideas ajenas caballeroso y para las suyas romántico además, preservándolas toda la vida de la más leve sombra que pudiera proyectar sobre ellas cualquier mira interesada de medro personal. Trataba a sus ideas como a las damas; y, dice de él Pérez Bueno:

«Fue siempre un gran admirador del bello sexo. Nunca un libertino ni un mujeriego, sino un trovador que cantaba en los linderos de los parques de la belleza. Sus triunfos oratorios le conquistaron muchos trofeos femeninos, que él ofrendó siempre a los altares de la continencia. Amó de verdad dos o tres veces en su vida, y la única mujer que amaba ahora le ha cerrado los ojos, que fijó en ella en el instante de la muerte.»

«Sus discreteos sobre el amor y la hermosura se podrían coleccionar como el mejor diccionario de la galantería y del piropo. Hacía honor a su nombre, en el sentido más español y caballeroso.»

Fue Mella, en suma, un don Juan romántico y enamorado, no libertino, en política como en amor.

El germen de la libertad y de idealismo depositado en su alma aún no despierta en los tiempos románticos de La Gloriosa, perduró siempre en ella aunque ya no pudo dar el fruto que acaso hubiera dado de no verse tan temprano abandonado a las influencias de la madre carlista y del canónigo santiagués, necesariamente opuestas a la que hubiese ejercido el comandante revolucionario. De este germen de libertad fue hija su tolerancia intelectual.

Por eso mereció el respeto de los que estábamos muy alejados de él en ideas y muy cercanos en la admiración y el afecto, y somos capaces de comprender lo que es la pérdida de un amigo como él y un hombre de su valer, aunque esté en el campo contrario.

F. P.

Artículo publicado en El Popular, Cangas de Onís, año IX, núm. 356, 8 de marzo de 1928, pp. 1–2 y núm. 357, 15 de marzo de 1928, pp. 1–2.