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Texto leído durante la entrega del premio Sifón de Oro 2024 a Rosa María Díaz Vega.

Sr. alcalde, Marga, Rosi, señoras y señores, buenos días.

Quiero agradecer a la organización del premio Sifón de Oro su invitación para colaborar en la entrega de este galardón tan cangués que en la edición 2024 ha recaído en nuestra amiga Rosi. Agradecimiento que hago extensivo a todas las personas que me han ayudado para escribir estas mal trazadas páginas que a continuación os voy a leer.

La calle

Hace ahora 28 años me incorporé a mi destino como cartero en Cangas de Onís y pronto me llamó la atención el pequeño rincón cangués donde Rosi nació y ha hecho buena parte de su vida, allí donde la calle San Pelayo se estrecha y convierte en paso entre dos zonas bien diferenciadas, la que se abre al Parque municipal y la que mira, indistintamente, a la Pontiga y el Zanjón. Enseguida sentí el carácter familiar y de comunidad que transmitían los residentes, apenas una decena, algunos de los cuales estaban al frente de los comercios allí establecidos. Casi tres décadas después aún albergo ese sentimiento, aunque el implacable discurrir de los años y la pérdida de algunos vecinos ha debilitado su naturaleza, muy interesante desde el aspecto histórico.

Aquí edificó Alejandro Zaragoza su teatro que pronto se convirtió en lugar de reunión de la sociedad canguesa, y no sólo de la clase acomodada. En él se celebraban bailes en los días festivos o reuniones, ya fuese para fundar asociaciones como el primer Círculo de Artesanos de Cangas de Onís, que tuvo su sede en los bajos del teatro, ya para recibir a las destacadas personalidades que visitaban la entonces villa. Lo auxiliaba pintando los decorados su hijo José Ramón Zaragoza que daba los primeros pasos de una brillante carrera. A finales del siglo XIX, Cangas acudía a este tránsito, ora a divertirse en el teatro, ora a instruirse en la sociedad artesana, en especial durante las largas y duras noches de invierno.

La calle San Pelayo, hace más de cien años

En una vieja fotografía se ve cómo eran estos escasos cincuenta metros que conforman nuestro Macondo particular hace ahora algo más de cien años. Aún no existía La Gloria y su solar estaba encajonado entre dos imponentes edificios de tres pisos que cual mellizos arquitectónicos, pues siendo iguales eran diferentes, mostraban sus trazas de austero modernismo. Uno de ellos, el más próximo a la Carretera Cañu, es el actual número 33 de la calle San Pelayo, aunque disminuido en altura y no tan hermoso. En tiempos más recientes se le conoce como el edificio de Pepín el de Laviana; allí estuvo la sastrería de Luis Huerta.

El otro, ha desaparecido casi por completo y tan solo conserva la fachada en su planta baja donde estaba, cuando se hizo la fotografía, la confitería La Leonesa de Dionisio Merino como indicaba el letrero del establecimiento. A continuación, el Teatro Zaragoza, que tenía en sus bajos el estudio fotográfico de Pelayo Infante y una barbería, dando continuidad a dos construcciones, la última de las cuales hacía esquina con la plaza de San Pelayo y daba fin al tramo que vengo refiriendo.

En la otra acera, tan solo se ven tres inmuebles. En el primero, una casa de dos plantas y buhardilla que da esquina al parque, observo con sorpresa la lámpara en forma de globo del Círculo de Artesanos, que más tarde sería colocada en la sede de la plaza del Mercado. Seguidamente, otra casa, donde hoy se alza La Sifonería, y a continuación el edificio donde se ubica la confitería Peña Santa, con más altura que en la actualidad, pues en la tercera planta se ve un corredor y se intuye un amplio desván. Pertenecía a la familia de Francisco Beceña y estaba prácticamente enfrente de donde estuvo la confitería de Merino. El escorzo que hace aquí la calle nos priva de ver las edificaciones que continuaban.

Con el tiempo cambia algo la fisionomía del lugar: se levantará el edificio de La Gloria, se arruinarán algunos durante la Guerra Civil Española y la confitería Peña Santa se establecerá enfrente de donde estuvo La Leonesa. A un lado, el establecimiento de Luisa Sangrador. Al otro, Antonio el droguero y su sobrina Julia Carbajal, donde estaba, cuando yo llegué, Fermín el butanero; seguidamente la imprenta de Quesada, en la que Manolo Chaso, Ángel Moro y otros componían el semanario El Auseva en las décadas de 1950 y 1960. Por último, la casa de la familia Zaragoza, en cuya planta baja estaba La Moda antigua. Enfrente, donde estaba el Teatro Zaragoza, había un murete bajo que servía de banco; allí se sentaban las mujeres a coser mientras la rapacería jugaba. Al lado, la papelería de Luisa, que luego compartió local con Toni el de Seguros Bilbao, y el edificio de Banesto. Los que están ahora los conocemos todos y sería obviedad citarlos, porque implícitamente son parte en este homenaje.

La confitería

La confitería Peña Santa fue fundada por Ramón Vega y Sofía Castaño, padres de Belarmina Vega Castaño y abuelos maternos de Rosi, hacia 1940. Ramón había aprendido el oficio de confitero en Cuba con un catalán y al retornar a España abrió el establecimiento.

Sofía atendía a los clientes en el mostrador, que por aquel entonces se encontraba al fondo, según se entra por la puerta del comercio, y Ramón se encargaba del obrador que requería un trabajo importante, pues el horno de leña que se utilizaba entonces exigía un notable esfuerzo tanto para encenderlo con la antelación debida como para mantener el control de la temperatura durante toda la jornada laboral.

Ramón le enseña la profesión a su hijo Manolo Vega y cuando su hija Belarmina se casa con Manolo Díaz este entra a trabajar en el negocio y aprende también el oficio con su suegro. El hijo permanecerá en la confitería hasta su matrimonio, estableciéndose en Arriondas con la llamada confiteriina, pues el local era muy pequeño, y más tarde Casa Alba. Belarmina, que dedicará su vida a la familia y a la tienda, colaborará en lo que se necesite. Tras una estancia en Alemania, y la jubilación del fundador, Manolo Díaz quedará al frente del establecimiento.

Si algo ha caracterizado este negocio familiar ha sido la calidad de sus productos artesanos que consolidaron una clientela fiel desde los inicios. Antiguas especialidades, como los suizos y los almendrados, dieron y aún dan merecida fama a la confitería pero, sin duda, el hojaldre es la seña de identidad de la Peña Santa. Los milhojas, el pastel de cabello de ángel, el de manzana, por supuesto las empanadas y, en los momentos álgidos del calendario “dulce”, como las fiestas de Pascua, los roscos que abarrotaban las estanterías precisando todas las manos disponibles para despachar cientos de ellos.

La artesana

Rosi es confitera “desde que nació arriba”; encima de la confitería, quiere decir. Desde muy niña empezó a asimilar el oficio con pequeñas cosas, como poner las plumas a los roscos de Pascua. En su adolescencia, hacia los catorce años, comienza a aprender la profesión y a trabajar. Su padre será su maestro, pues el abuelo ya está jubilado, y con esa voluntad y fortaleza que la caracterizan enseguida domina la tarea. Su genio, su capacidad de trabajo, su disciplina y su compromiso la harán adueñarse, paulatinamente, del obrador y cuando las circunstancias lo exigieron ya estaba preparada para dirigir el negocio.

La Real Academia de la Lengua define al artesano como una persona que ejercita un arte u oficio meramente mecánico. Es una definición muy pobre, medieval, que lo equipara con una máquina, con un simple control numérico. En cualquier oficio, los procesos se vuelven repetitivos pero la labor ejecutada, la obra, se impregna del sentimiento del creador. El maestro que inicia a un aprendiz en el conocimiento y la técnica de un oficio, sabe que si el alumno no se imbuye de su carácter, de la emoción que provoca, nunca podrá llegar a ser un artesano.

El sociólogo Richard Sennett, en su libro El artesano, escribe que la artesanía “designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más”; impulso que es recompensado con una sensación de orgullo por el trabajo bien hecho. Pero estamos ante una tarea compleja, en la que intervienen la habilidad, el compromiso y el juicio. De la articulación de estas dimensiones y del desarrollo de la destreza del individuo, poniéndola al servicio de su talento y motivación, surge el artesano que trabaja con el anhelo de hacer las cosas bien. Lo hace con la humildad del que sabe que la perfección no existe, que ha de evitar obsesionarse con ella pues podría estropear el propio trabajo, y a pesar de ello aspira a acercarse lo más posible. El artesano trabaja para que lo que hace tenga la mayor calidad de la que es capaz y la mínima que él puede tolerar en su obra y cuando el artesano logra esto, está respetando al oficio, al cliente y, más aún, a sí mismo.

Rosi Díaz Vega. Fotografía gentileza de Javier Peruyera (El Fielato)

Rosi trabaja manualmente, a brazo, con la maquinaria mínima e imprescindible (la revolvedora del merengue y el molino de moler la almendra y las nueces, que perteneció a su abuelo Ramón) y ateniéndose a las enseñanzas aprendidas, con un producto de calidad y una esmerada elaboración. Su disciplina, su trabajo, ha estado siempre al servicio del producto bien hecho, de su conciencia como artesana y, por lo tanto, al servicio del cliente. Más aún, es de admirar su respeto y reconocimiento al proveedor pagándole en el acto la mercancía que recibe.

Seguro que a lo largo de los años habrá valorado modernizar el obrador, trabajar nuevos productos y facilitarse la difícil tarea diaria. Cuando cierra al mediodía ya ha cumplido, por lo general, unas nueve horas de trabajo. Quizá pudo haber sido algo más empresaria y menos artesana, pero habría necesitado romper su propio molde y algunos no pueden o no quieren cambiar.

Durante el medio siglo en el que Rosi ha estado al cargo del obrador de la confitería Peña Santa, la clientela ha sido fiel, sabedora de que sus productos no defraudan nunca. ¿Alguien puede decirme si ha comido un pastel, una empanada elaborada por Rosi que no estuviese a su satisfacción? Pocas cosas hay tan divertidas como ver su reacción y escuchar la gélida contestación que da al incauto que pregunta si los pasteles están frescos.

Eso sí, el cliente ha de atenerse al catálogo, que es bien conocido: cruasanes, casadielles, pasteles de hojaldre en sus diversas elaboraciones, de almendra, de nuez y por supuesto las empanadas de bonito, otras no hay. Perdón, rectifico. Rosi, que todo lo convierte en empanada, también las hace de carne… pero el relleno ha de aportarlo el cliente y ella te lo envuelve en hojaldre. Como igualmente viste una preparación mexicana de su amiga Mari o enfunda, para disfrute de los amigos, un emberzáu que le regalaron con una generosa ración de cabello de ángel.

La confitería que hoy conocemos está moldeada por su carácter y personalidad. En la mañana ajetreada, Rosi muestra cierta aspereza, propia de quien no puede ni desea ser interrumpida. Ha de tener convenientemente dispuesto el escaparate y debe cumplir con los encargos recibidos. Los domingos de mercáu son casi una tragedia, del mostrador al obrador y viceversa, parece el cable Comeya. “No mi cuadra, no mi cuadra. ¿A quien dejé sin empanada?” Y alguna vez, si eres de confianza, es capaz de salir detrás de ti a pedir que le devuelvas la que te acaba de vender.

Por eso cuando el horno se apaga, surge la Rosi de las tardes. La que tiene la gracia suficiente para decirle al cliente ocasional que quiere pan rústico: “A ver, tú sabes morder, porque vosotros estáis de pan de Bimbo sin corteza y pan de gasolinera y para comer pan de pueblu, hay que saber morder.” Es la anfitriona de sus amigos, la mujer alegre, incluso en la adversidad, que sabe disfrutar del momento, amiga de conversar con las vecinas habituales, de polemizar y de enterarse de lo que ocurre en Cangues. Hacia las siete, no perdona la partida de parchís con Cofiño, Noemí y Teo. Es la hora de la furibunda competidora que pelea, insulta y a la que le cuesta tolerar que, por lo general, ganen los hombres. La escandalera llama la atención y alguno, pasando por la calle, ha vuelto sobre sus pasos para comprobar que nadie estaba siendo apuñalado.

Ha estado muy presente en el ánimo del jurado del premio Sifón de Oro 2024 su participación en la vida social de Cangas de Onís, a través de la cotidianidad de su establecimiento siempre abierto, unas veces centro de operaciones de absoluta confianza y otras punto de encuentro de los vecinos que prefieren acogerse a la agitación de Rosi antes que sufrir la turística.

La persona

Rosi pasó una infancia feliz. La presencia de la abuela Sofía a cargo de la confitería y la amistad de Belarmina y de Margarita, esposa de Doro el taxista, devino en un completo programa de excursiones. Era habitual la visita a Covadonga. Las madres y sus hijos emprendían un largo paseo a pie hasta el santuario. Cuando Rosi y su amigo Teo eran incapaces de dar un paso más, los subían a un espacioso carricoche en el que, según dice la primera con no muy amables palabras, Teo le iba dando patadas. Recabados los informes oportunos, hemos sabido que el relato es cierto pero que Teo, que es mucho más joven que ella, lo hacía en defensa propia. Llegados a Covadonga, se realizaban las visitas de rigor y se regresaba en el autobús. Otras veces la excursión era a bañarse en el Golondrosu o en la playa de Ribadesella. Distinto carácter tenían las vacaciones en Los Lagos. Las familias reservaban una habitación grande que había en el refugio de la Vega de Enol y mientras Doro iba y venía de Alemania, los primeros tiempos con el coche del padre de Rosi, Belarmina, Margarita y los niños disfrutaban de la naturaleza durante una semana o quince días.

En la juventud, excursiones al Rigüetu o a Caxidi; más tarde a tomar unas mistelas en Casa Pipi; luego al Galaxia, a veces en madreñes. Personalidad no le faltaba. Rescoldo quizá de su pasión infantil por disfrazarse en Carnaval. Pero pronto las circunstancias familiares y del negocio necesitaron de su presencia constante en la confitería.

Todos sabemos que hubo momentos de verdadera dificultad durante las enfermedades de su hermana Chari y de su madre Belarmina. Fueron muchos años en los que Rosi antepuso su cuidado a cualquier otra consideración y lo hizo a su manera, con diligencia y entrega ejemplares, tomando para sí todos los sacrificios, aunque no le faltó la ayuda de sus vecinos. Quien no recuerda a las amigas sirviendo a los clientes, despachando el pan, llevando un recado o simplemente quedándose al cargo del negocio mientras Rosi iba de una carrera a atender a su madre. La mayoría lo hemos vivido.

Coincidió esa época dura con la carrera universitaria de su hija Alejandra y nunca quiso que esta abandonara sus estudios ni su tiempo de vacaciones. Su madre la dejó desarrollarse en libertad, sacrificándose por la familia como siempre ha hecho, priorizando el bienestar de los demás, pero sin perder por ello el espíritu alegre que la caracteriza. Pasado ese tiempo difícil, desde hace años, ambas disfrutan juntas de unas bien ganadas vacaciones navideñas.

La calle, de nuevo

Rosi, que es generosa, me dará su permiso para decir que este premio también es un reconocimiento a ese microcosmos sito donde la calle San Pelayo se estrecha. Aún no ha transcurrido un año desde el fallecimiento de Celso Fernández Sangrador, alma mater junto a su esposa Marga Cimentada de estos premios que desde hace algo más de una década destacan a personas o instituciones de la vida local. Me comentaba uno de los jurados que, en la reunión celebrada en la tienda de La Sifonería para decidir el premiado, vislumbró el vuelo de una mariposa. Qué extraño, pensé. Ahora sé que no hubo tal, lo que ese miembro del jurado entrevió fue la etérea pajarita de Celsín que, incorpóreo, se sumó a las deliberaciones, sugiriendo y orientando el sentido del voto, pues quería que el primer premio tras su marcha, quedase en casa y lo recibiese su amiga Rosi, tan representativa de ese pequeño mundo donde ambos nacieron, la calle de todos.

Termino. Algunos pensaréis que me han quedado anécdotas y recuerdos en el tintero y no os lo discutiré, los cangueses de cuna la conocéis mejor que yo. Sois tantas las personas que habría debido citar en esta presentación que hubiera resultado una letanía; pensad que también vosotros estáis hablando aquí ahora. No me gustan los panegíricos, la Santa Rosa es un prau en Corao, y Rosi, como los demás, también tiene defectos pero el que no los conozca… ¿no se arreglará sin sabelos?

Cangas de Onís, 8 de marzo de 2025
Paco Pantín