Por Manuel de Foronda y Aguilera
Tiempo es ya de que emprendamos la última jornada de nuestro viaje, saliendo del mercado de Cangas y siguiendo por la ribera del Güeña el ancho valle, fresco y poblado de árboles y entre ellos las pequeñas casitas que con los torrentes cristalinos y agradables perspectivas en lontananza, comunican al paisaje el mayor encanto.

Subiendo siempre el camino, dejamos a un lado a Cardes, ya a 100 m. de altitud y por entre aquella selva de robustos castaños, cuyos troncos parecen formar la más caprichosa columnata y en medio de aquella exuberante vegetación, llegamos a la confluencia del Diva o Deva con el Güeña y no lejos de ella al punto en que la carretera se bifurca. Y como quiera que tenemos tiempo para visitar los dos históricos pueblecillos Corao y Abamia, en vez de seguir el ramal del camino que conduce a Covadonga, tomemos el que a nuestra izquierda conduce a Onís y hagamos alto en Corao, para después dirigirnos a Abamia y regresar hacia Soto para llegar al término de nuestro viaje.
La multitud de lápidas con inscripciones romanas halladas en Corao y de las cuales tanto en el tomo XXXVII, página 47 de la España Sagrada y en la Crónica y viaje Santo de Ambrosio de Morales, título 8º, capítulo 57, como en la obra Asturias monumental, epigráfica y diplomática de D. Ciriaco Miguel Vigil, se hace un detenido estudio, han despertado gran curiosidad entre los hombres de ciencia que han procurado investigar los orígenes e importancia que en la antigüedad tuvo la población.
Según datos que tenemos al vista, existió una Vadinia mencionada por Ptolomeo entre los pueblos mediterráneos de esta región, colocándola a 44º 40′ de latitud y 11º 20′ de longitud que, hechas las correspondientes reducciones de la diferencia que existe entre la verdadera altura del Polo y la que él siguió en sus tablas, viene a caer próximamente hacia Cangas de Onís, en las faldas de las grandes sierras de Covadonga y que componen parte del antiguo monte Vindio donde los cántabros se enriscaron después de haber perdido la célebre batalla, de que hablan Floro y Orosio, bajo los muros de Vellica.
El feliz descubrimiento, hecho por Jovellanos en aquellos contornos, de unas inscripciones, persuade a Marina de que la antigua Vadinia estuvo donde hoy es Corao, lugar del concejo y arciprestazgo de Cangas, parroquia de Santa Eulalia de Abamia y equidistante una legua de Cangas y Covadonga.
La población situada en un llano ofrece un agradable conjunto y su caserío, si bien modesto, revela bienestar en sus moradores, pues que existen entre ellas algunas casas en que su aspecto exterior hace adivinar ciertas comodidades en su interior reparto. Ya íbamos a dirigirnos a Abamia cuando recordamos haber oído citar alguna vez al «relojero de Corao» y la curiosidad nos hizo preguntar por esa persona que, habitando en el centro de aquellas montañas, era conocido en muchos puntos por la perfección con que ejercita su difícil industria.

Nos dirigimos a su casa y nuestra impresión fue altamente favorable. Encontramos un hombre de buena edad y cuyo aspecto revelaba nada vulgares condiciones: recorrimos sus talleres y vimos allí algo que no es el producto del trabajo rutinario, examinamos sus trabajos y encontramos un mecánico nada exhausto de conocimientos científicos.

Su historia era la de todos los hijos de las familias poco acomodadas en aquel país. La escasez de recursos le obligó a abandonar su pobre tugurio, su suerte le llevó a Gijón donde se inició en el difícil arte de la relojería, sus deseos de perfeccionarse le llevaron a Inglaterra, Alemania y Suiza[1] donde llegó a hacerse verdadero artífice y sus aspiraciones llegaron a su colmo. Y cuando logró reunir una modesta fortuna a fuerza de trabajo y privaciones, la nostalgia hizo su efecto, y los grandes talleres y las populosas ciudades con todo su movimiento y grandiosidad le parecían inferiores a su casita de Corao, los magnates de la industria no le proporcionaban tan grato entretenimiento como sus humildes convecinos y el recuerdo de sus padres y de su pueblo no se borraron un instante de su mente, y como dice un festivo escritor amigo nuestro, fue y vino y se volvió a su lugar nuestro Basilio Sobrecueva, retirándose a Corao donde al calor de la familia y alternando con los cuidados de su huerto y de los animales domésticos, emprendió la misión de civilizar a sus convecinos enseñándolos a trabajar en artes y oficios, para ellos antes desconocidos, porque del mismo modo fundía una pieza para una máquina, que construía una herramienta, componía un órgano, arreglaba un barómetro o montaba un reloj, después de haber construido una por una todas sus piezas, cual sucede con el magnífico que construyó y por iniciativa del Sr. Posada Herrera se conserva en el Congreso de los Diputados. En una palabra, lo mismo aguzaba la reja de un arado que construía un cronómetro[2].
Foronda y Aguilera[3], Manuel de, De Llanes a Covadonga. Excursión geográfico-pintoresca, Madrid, «El Progreso Editorial», 1893, pp. 164-168. Un primer trabajo sobre este viaje fue leído en la Sociedad Geográfica de Madrid en el año 1884.
[1] También estuvo en Madrid en el notable establecimiento del Sr. Ganter -calle de Sevilla- hoy propiedad de D. Alberto Maurer a quien debo esta noticia.
[2] Debo también al Sr. Maurer la noticia del fallecimiento de tan distinguido artífice, y la afirmación, honrosa por demás para el Sr. Sobrecueva de que este era “el único fabricante de relojes que, en la extensión de la palabra, había en España.”
[3] Manuel de Foronda y Aguilera (Ávila, 1840-Madrid, 1920) fue un publicista e historiador español, miembro de la Real Academia de la Historia y primer marqués de Foronda.