Por Francisco Pendás González
Jadeando y perladas de sudor las sienes, que hacía más profundo el hundimiento de la piel sobre los temporales descarnados, detúvose el indiano al llegar a lo alto de la caleya; echó al hombro el inseparable paraguas, que más parecía nacido para hacer de tornasol, cuando no de báculo de eficacísima ayuda en las ascensiones diarias por aquellos empinados vericuetos; quitóse el fino sombrero de jipijapa y sacando un flamante pañuelo blanco, que asomaba sus puntas por la abertura del bolsillo, enjugó con él la frente humedecida, surcada de múltiples arrugas; imborrables huellas que el dolor deja a su paso y el rostro macilento, de cuencas hundidas y pómulos salientes, ligeramente carminados, como señalando el único sitio no conquistado aún por la palidez semicadavérica, patrimonio de los climas tropicales, grandemente acentuada por el estado avanzado de la que había de ser su última enfermedad.
Paseó luego, desmayadamente, la vista por el panorama a sus pies y sus pulmones doloridos aspiraron tímidamente aquel aire vivificante que barría las cumbres y mecía los árboles, haciéndoles gemir en canción interminable, acompañada por el bronco rugido del Sella; más sonoro por el hundimiento de la cañada, que hacía vibrar el eco de sus flancos de granito, prestando a su voz, tonalidades de protesta, por la estrechez de su cauce en aquel sitio, de la que pugnaba por salir, semejando al retorcerse, ondulaciones de gigante serpiente negra; lanzando la corriente de sus aguas en carrera desatentada; azotando rabiosamente los peñascos de su lecho y dejando al viento la misión de tender sobre ellos la fría cabellera de sus blancas espumas, para seguir otra vez su carrera loca hacia la amplitud del mar, no sin pasar antes, mansamente, bajo la triunfal arquitectura del puente antiguo de Cangas de Onís y fecundar con su frescura las vegas, que forman sus orillas desde Villanueva hasta cerca de Ribadesella. Por la vertiente opuesta tendíase la carretera, bordeando el río a poca altura, ascendiendo siempre, hasta que allá lejos, perdíase de vista en uno de los férreos puentes llamados de Angoyo, que visto a distancia y en aquella elevación, diríase un juguete colocado allí por obra de enanos encantadores. Más lejos Oseja, y la carretera seguía, internándose en León.
En aquel punto el camino, doblando casi en ángulo recto, entraba separando los árboles de la llanada que formaba la cumbre del monte, hasta pasar entre un hórreo y una casita humilde, de corredor ennegrecido por los años que ocupaba casi totalmente la fachada y en el que unas cuantas plantas creciendo verdes y lozanas en los recipientes más diversos, delataban la ternura cuidadosa de unas manos femeninas; después, un poco más lejos, copiando siempre fielmente las desigualdades del terreno, cruzaba por medio de la aldehuela formada por una media docena de casas tan parecidas entre sí, que diríanse unidas por cercano parentesco y hacíase más estrecho, más tortuoso cada vez, yendo finalmente, a ocultarse en las montañas.
El indiano lanzó un suspiro de satisfacción que dilató su pecho, irguiendo levemente su figura encorvada y siguió el camino hasta la casita frontera del hórreo.
Sentada a la puerta en una tayuela, debajo del corredor, María de los Dolores hacía calceta. Bajo el hórreo dos arrapiezos, como de cinco años él y de tres ella, jugaban, construyendo (según ellos) con astillas, piedras y barro, puentes, huertas y caminos.
—Buenas tardes, Dolores.
Dolores, que había visto llegar al indiano, levantó la cabeza y contestó al saludo:
—Buenas tardes nos dé Dios, Fermín.
Los muchachos, que habían asaltado al recién llegado, volvieron a sus juegos después de apoderarse de las rosquillas que les traía en los bolsillos. Sentóse Fermín en la silla que María de los Dolores trajera de la cocina y preguntó por el marido:
—¿Y Juan?
—Fue a buscar les vaques. ¿ Y tú cómo estás hoy?
—Un poco mejor. Me canso mucho, pero ya toso menos.
Y forzando una sonrisa, para aparentar una seguridad que estaba lejos de sentir, añadió:
—Si sigo así, el verano que viene estaré ya bueno del todo.
Dolores dijo algo que podía ser un sí, pero no se atrevió a levantar la cabeza.
De una pequeña cesta, delante de ella, en el suelo, el ovillo bailaba a medida que las agujas largas de acero, iban tejiendo la media.
Fermín, que primero hacía rayas en el suelo con la punta del paraguas, fue quedándose inmóvil, poco a poco, para contemplar a Dolores.
Era ella mujer joven, alrededor de los treinta años, rebosando salud por todas partes. Sin ser alta, podía decirse francamente que era una buena moza. Sobre el recio corpiño sin ballenas, emergían, prisioneros en la camisa de tela burda de las aldeanas, sus senos firmes de amazona, capaces de dar vida a una raza entera; de los hombros morenos, cubiertos casi totalmente por la camisa, arrancaba el cuello, un poco ancho, sosteniendo dos pesadas trenzas negras que se escapan bajo las puntas de un gran pañuelo de colores, anudado encima de la cabeza, al estilo de la tierra; sus ojos, ocupados en la labor, no podía verlos el indiano, pero sabía la belleza de aquellos ojos negros que a poco cuestan una vida en la romería de Següencu. Y pensando que él podría mirarse en ellos si Dolores fuera su mujer, inclinó la cabeza, agobiada de pesadumbre.
María de los Dolores que era su prima, había sido su novia; pero él la dejó para marcharse a Cuba… a hacer fortuna, como quería su padre. Y aunque la madre no quería dejar partir al hijo único, fue preciso hacer lo que mandaba el patrón, que en asuntos de autoridad no admitía réplica. Tampoco él quería, en un principio; pero después, la imaginación juvenil fue tejiendo en su cerebro esperanzas de colores risueñas, y pensó que no era tan malo marchar a Cuba, cuando podía volver, fácilmente, a los pocos años, contando los pesos por talegadas, como don Melchor el de Sevares; aquel indianote, podrido de dinero, que él veía pasar todos los domingos, en su coche de dos caballos, camino de Cangas, a oír misa en la iglesia parroquial y dar un vistazo a los ganados que acudían al mercado.
Un día que volvían de la feria, los había traído en el coche, a él y a su padre, y cuando se enteró de que el muchacho pensaba ir a América lo animó calurosamente a salir de aquella tierra de miseria, prometiéndole cartas de recomendación para La Habana, donde él tenía un gran comercio que habíale dejado su tío don Julián y al frente del que habían quedado sus sobrinos, los dos hijos de su hermana; unos muchachos muy trabajadores, que ya tenían sus reales ahorrados y prometían llegar a ser hombres de provecho. Y ya con aquella promesa, que casi era una garantía del buen éxito, los preparativos se habían acelerado y una noche fue a despedirse de su novia. Verdad era, como ella decía para disuadirlo, que eran más los que no volvían; pero él llevaba cartas de D. Melchor y además trabajaría; trabajaría mucho, y trabajando mucho, tenía que triunfar necesariamente, y una vez que él también tuviera sus reales, volvería, a casarse con Dolores que le escuchaba humedecidos en lágrimas sus ojos negros, brillantes; más brillantes que la enorme sortija que don Melchor lucía en el dedo meñique y la onza de oro pendiente de la cadena del reloj.
Llegó el día de marchar. ¡Bien se acordaba él…!
Salieron muy de madrugada padre e hijo, evitando la despedida de la madre, adormecida al amanecer, después de pasar la noche llorando por el hijo que partía acaso para no volver.
Montados en el caballejo pongueto, pequeño, de larga pelambre, llegaron a Cangas. Allí, dejaron el caballo en casa de D. Baldomero, encargándole a Antón el herrador que le echara un buen pienso y fuéronse a oír misa.
Cuando salían de la fonda después de comer, ya esperaba la diligencia en medio de la carretera enganchados sus cinco caballos y el mayoral gritaba por última vez: «¡Al coche, que me voy!».
Treparon los dos a la baca, al lado del cochero; los caballos arrancaron al trote, animados por los aullidos del mayoral, que chasqueaba la tralla, y la diligencia dejó el pueblo entre la gritería de los muchachos y los ladridos de los perros.

En Arriondas dejaron el coche de línea y tomaron el tren hasta Santander, que era el puerto de embarque. Un bote los llevó hasta el Don Álvaro de Bazán; un palacio flotante, como él ni había soñado que existieran. En la escalerilla, su padre subía delante llevando la humilde maleta de cartón que era todo su equipaje. Arriba, le entregó muy doblado, un billete de veinticinco pesetas y cuando se despidieron, sin decirse una sola palabra, en un abrazo que duró mucho tiempo, los dos lloraban.
Cuando el trasatlántico empezó a navegar en alta mar, tuvo la sensación de un desamparo enorme, de una soledad absoluta, entre aquellos hombres confinados en la proa como manada de bestias, que iban como él, a hacer fortuna, y por primera vez en su vida, al esfumarse en las sombras de la noche que empezaba las costas de la región montañesa, sentía en su pecho un amor grande, infinito hacia aquella España que se iba quedando cada vez más lejos…
El viaje fue horrible; expuestos a todas las inclemencias del tiempo, mal cubiertos por una lona puesta a guisa de toldo. Luego el mareo y la bazofia del rancho que le servían en los platos de estaño, lo debilitaron de tal manera que creyó iba a morirse.
Ya en Cuba vinieron a buscarlo a bordo, de casa de don Melchor. En aquel gran almacén de víveres, empezó a trabajar con verdadero ahínco; pero un día, a los dos o tres meses, le dijeron que le habían encontrado una colocación en una bodega del campo. Luego se enteró de que allí no había estado más que parando.
Y rodando por las bodegas, levantándose antes de amanecer y acostándose casi a media noche, había él adquirido, en la humedad de las cantinas y durmiendo en las barbacoas infestas mal ventiladas, impregnadas del vaho que se desprendía de la ropa sudosa de los dependientes, aquella tosecilla seca que primero no fue más que un catarro insignificante. Hasta que pasados varios años, logró colocarse en La Habana, en un almacén de tejidos de la calle de la Muralla.
Según le dijeron los sobrinos de don Melchor, aquella era una gran casa que había ganado muchos cientos de miles de pesos, y trabajando y portándose bien, podía tener la seguridad de llegar a ser algo el día de mañana. Pero había que asentar la cabeza; formalizarla; dejar de corretear por las colocaciones; como había hecho con las bodegas y convencerse de una vez, de que allí, a Cuba, se venía nada más que a trabajar; a sacrificarse y ver de ahorrar cuatro cuartos, para poder volver a Asturias hecho un hombre de provecho.
Y Fermín trabajó. Trabajó con toda la fe puesta en aquella su última esperanza de hacer fortuna; dominando sus ansias de libertad; procurando no pensar, mientras pasaban aquellas horribles guardias que hacían todos los dependientes, sentados en taburetes a la puerta del almacén; sin poderse acostar antes ni después de las diez de la noche; y cuando le llegaba el día de salir, (una vez cada quince días) como fiera encerrada que se pega a los barrotes de la jaula, iba hasta el Malecón y allí, sentado sobre el muro, dando cara al mar, aspiraba ansiosamente el aire salino y se pasaba horas enteras, perdida la mirada en el horizonte negro, impenetrable. Tres años más tarde, Fermín, que había logrado entrar en la carpeta aprendiendo la rutina de la contabilidad, era el tenedor de libros de la casa.
Empezaba a tener fe otra vez. Sin duda la Fortuna, vencida por su constancia, iba a dejar de serle esquiva y a cambiar en favores sus desdenes. Solo tenia una preocupación: su tosecilla, que se había agravado con el encorvamiento diario sobre el escritorio desde las seis de la mañana hasta las diez y algunas veces las doce; pero como no era cosa de ir a la Quinta a curarse un catarro, seguía el encorvamiento sobre el escritorio y era cada vez más pertinaz la tosecilla, que se presentaba luego acompañada de un ligero dolor en los pulmones.
Pasó el tiempo. El era ya el verdadero cerebro de aquella casa que manejaba al dedillo y pensó llegada la hora de precisar su situación y dar un viaje a España, a ver a su madre que se había quedado viuda y a reponer su salud, harto quebrantada. Dolores, según le escribieron, se había casado; de lo que él casi se alegraba.
Se pasó balance y los jefes dieron participación en la sociedad a un su sobrino, igualado hasta entonces con Fermín, y a él le dieron una gratificación mayor que los años anteriores y le aumentaron el sueldo.
Aquel golpe fue terrible para Fermín; se enteró demasiado tarde de que él no era sobrino, ni siquiera remoto y sintió derrumbarse sus nuevas esperanzas, como castillo de naipes soplado por un niño. Tuvo un violento acceso de tos y echó mucha sangre por la boca. Hubo necesidad de mandarlo a la Quinta. Después del reconocimiento, los médicos lo enviaron al pabellón de tuberculosos. Fue el golpe de gracia para su espíritu abatido, perdida hasta la esperanza de vivir.
Un día vino a verle su principal: «Aquello no sería nada, había que reanimarse; en aquel pabellón se curaban todas las afecciones pulmonares y el estar allí no quería decir precisamente que se estuviera tísico, pero… convenía dar un viaje a España; los aires de sus montañas lograrían curarlo más rápida y eficazmente».
Al mes salió Fermín del sanatorio para embarcarse. Liquidó sus ahorros de tres lustros, ascendentes a unos miles de pesos, mas la gratificación que le hacía la casa, a donde podía volver cuando quisiera; dentro de un año, dos… el tiempo que necesitara para reponerse por completo; sus puertas estaban siempre abiertas para él; y a los diez días de navegación en un lujoso trasatlántico moderno, emprendía el camino de regreso a su humilde casita de las montañas de Ponga.
Seis meses hacía que llegara sin haber logrado mejoría para el cuerpo, ni mucho menos para el espíritu, definitivamente abatido y temeroso por la llegada del otoño, que el sabía de fatal desenlace para los tísicos.
En el camino sonó el tintineo lejano de una esquila. Oyéronle primero los rapazucos, que gritando a dúo, ¡e padre!, emprendieron carrera hacia el sitio de donde venía el sonido; delante el muchacho, más fuerte que la pequeña que le seguía llorando porque no la esperaba.
Volvieron a aparecer, al poco rato, en el recodo del camino, cabalgando sobre una vaca, sostenidos por su padre que marchaba al lado chaqueta y guadaña al hombro. Precedíalos otra vaca sonando acompasadamente, la esquila pendiente de ancho collar de cuero, seguida por su nación que era un xatín pelirrubio con una estrella en la frente y abriendo la marcha una burra negra que al ventear la proximidad del establo emprendió un trotecillo alegre, no sin haber anunciado antes su llegada con un sonoro rebuzno.
Juan saludó al indiano y le preguntó por su salud: «Ya tenía otra cara y volvían a salirle los colores de la tierra; todo era cuestión de tener un poco de paciencia y no desalentarse, que aquellos aires resucitaban hasta los muertos».
De la cocina, salió Dolores que había entrado a dejar la chaqueta del marido, llevando en la mano varias escudillas de barro y la caldereta de la leche; entregó a cada uno de los muchachos un zoquete de borona y todos juntos, entraron en la cuadra, donde Juan terminaba de arreglar el felechu de las camas. Íbase a ordeñar; operación que Fermín contemplaba con mayor contento cada tarde, porque le evocaba intensos recuerdos que eran la única alegría de su alma.
Sentado en una tayuela no perdía movimiento de Juan, que en cuclillas junto a la vaca, exprimía entre sus manos callosas el pezón rebosante, del que se escapaba con intervalos iguales, un chorro de leche cálida, espumosa, de olor penetrante… Dolores sujetaba los chiquillos, que pugnaban por ordeñar ellos. Primero se llenaban las escudillas; una para cada muchacho y otra para Fermín; y mientras Juan seguía llenando la caldereta, él bebía su leche lentamente, con verdadera fruición y los contemplaba a todos. Algunas veces dejaba volar su fantasía y se figuraba ser aquel Juan rústico, membrudo, pobremente vestido, pero de buen humor siempre y deseoso de trabajar para su mujer, de la que estaba enamorado como un chiquillo y para los pequeñuelos, que eran su idolatría. Cuando se entregaba a esas divagaciones, sufría brutalmente al volver a la realidad. Sufría porque pensaba que aquella era la única dicha verdadera que la había tenido en sus manos y la había dejado escapar por correr en pos de ilusiones multicolores que la realidad deshizo al primer soplo. Como si hubieran sido frágiles pompas de jabón. Levantábase entonces, y despedíase apresuradamente hasta el día siguiente.
Aquella tarde, al verle alejarse, Juan movió tristemente la cabeza: ¡Pobre Fermín! ¡No pasaría del invierno! Se lo había dicho D. Matías el médico. !Y cuando D. Matías lo decía…!
En el camino, delante del indiano, las hojas caídas de los árboles, amarillentas, sonoras como castañuelas de mal agüero, bailaban en grandes círculos, sus misteriosas danzas otoñales. Antes de empezar el descenso, volvió a detenerse en el mismo sitio que lo había hecho a la subida: sobre el horizonte, una larga veta de fuego desvaneciéndose lentamente, marcaba el lugar por donde el sol se había hundido.
El aire frío del anochecer, sacudió a Fermín violentamente, en un golpe de tos. Cuando retiró el pañuelo de los labios, estaba salpicado de sangre. Lo miró espantado estrujándolo entre sus manos, y mientras dos lágrimas resbalaban por sus mejillas flacas, siguió descendiendo, camino de su casa donde la pobre viejecita que debía haber muerto hacia muchos años, esperaba cada día el dolor más grande de su vida: el de ver morir al hijo único que había salido a buscar la fortuna, sin haber encontrado más que la muerte.
La Habana, 1914
Texto publicado en El Aldeano, Corao, año III, núms. 86, 87 y 88, de 5, 15 y 25 de diciembre de 1914.
Se asocia casi siempre al indiano, al «americanu», con opulencia y fortuna a su regreso a la tierra que lo vio nacer, pero este triste relato nos recuerda las miserias que tuvieron que afrontar muchos «indianos» de los que poco se sabe. Algunos, aunque pobres, los llamados «americanos del pote» pudieron regresar a morir a su tierra y terminar su vida mas o menos dignamente con sus escasos ahorros. Pero muchos otros también pobres dejaron su vida en ultramar soñando con la tierrina a la que no consiguieron regresar, en unos casos por falta de medios y en otros, simplemente por vergüenza.
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Gracias Guillermo por tu comentario.
El próximo 26 de noviembre presentaremos en la Casa de Cultura de Cangas de Onís la segunda edición de la novela El prófugo, de Paco Pendás, publicada conjuntamente con el Ayuntamiento de Cangas de Onís. Es una novela corta, de temática costumbrista, que trata uno de los grandes problemas que tuvieron los jóvenes emigrantes a América, su consideración como prófugos al no cumplir con el servicio militar en España por encontrarse en el extranjero buscando una mejora de sus condiciones de vida.
A modo de ejemplo: en el reemplazo del año 1913, fueron 118 los mozos cangueses que no se presentaron al acto de clasificación como soldados, lo que nos da una ligera idea del ingente número de españoles que se encontraban en esa situación. Acabó por convertirse en una cuestión social de gran importancia en la España de aquel entonces.
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Ya sabes, estimado Paco, que sigo con interés todas las entradas del blog y el texto de Paco Pendás incide en lo que sin duda es un tema ignorado por muchos, ya que se suele asociar al indiano con el emigrante retornado que, entrado en años, regresa a sus orígenes con un buen labrado patrimonio, del que hace ostentación construyendo su buena casa y disfrutando del “haiga». Creo que en Asturias hay censadas unas 2.000 casas de indianos y si consideramos que en el periodo que va desde finales del pasado siglo XIX hasta las primeras décadas del XX emprendieron el camino de las Américas varios cientos de miles de asturianos, aún asumiendo que algunos de ellos consiguieron hacer fortuna y aún así decidieron no regresar, nos queda un significante número de ellos que, en su mayoría no pudieron hacer realidad el sueño que los movió a emigrar muriendo tristes y olvidados lejos de la aldea que los vio nacer.
Sin duda la novela costumbrista de Pendás que se va a presentar en Cangas a finales de este mes, tocando también otro tema desconocido por muchos, nos va a brindar un texto interesante que me encantaría poder disfrutar. Si hay alguna forma de conseguirla desde Zaragoza, te agradecería que me indiques como se puede adquirir.
Gracias una vez más por tu blog y recibe un cordial saludo,
Guillermo Sarmiento
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Gracias por el fantástico texto.
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Gracias por tu comentario Fran. El texto se lo debemos a Francisco Pendás González, un estimable periodista cangués del primer tercio del siglo XX, al que recordaremos el próximo 26 de noviembre con la reedición de su libro El prófugo, al que acompaña una extensa reseña biográfica escrita por José Manuel Trespando Corredera.
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Y ya que estamos en el tema…creo amerita también hacer un homenaje a Alejandro Graña, recientemente fallecido. Un extraordinario fotógrafo y editor que centró su vida y obsesión en la arquitectura, en las casas de indianos de las que tenemos numerosos ejemplos por todas Asturias.
Animo Paco te paso el «testigo».
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Sin duda que Alejandro Graña merece ese homenaje. Gracias a él pudimos «entrar» no solo en las casas de los indianos sino también en casonas y palacios rurales de muchos rincones de Asturias. En este mismo Corao retrató la casona de los Noriega y en Coviella el palacio de los Faes.
Ahora bien, para dedicar un recuerdo a quien bien lo merece, es preciso construir un artículo y para ello son necesarios materiales de los que, en este caso, carezco. Estoy seguro que alguien próximo a él, un amigo o colaborador, encontrará el momento y lugar para llevar a cabo ese merecido homenaje.
Saludos Fernando y gracias por el comentario.
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