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El 15 de marzo de 1932, El Aldeano, un periódico de información regional que se editaba en Castropol, publicó un número extraordinario dedicado a la Biblioteca Popular Circulante de la localidad, con motivo del décimo aniversario de su inauguración.

En este sentido, solicitó su opinión sobre las bibliotecas populares a algunas personalidades ilustres: Valentín Andrés Álvarez; Miguel Artigas, director de la Biblioteca Nacional; Pío Baroja; Eugenio d’Ors; Ramón Otero Pedrayo; Jordi Rubió, primer director de la Biblioteca de Cataluña; Luis A. Santullano y Francisco Beceña González, la mayoría de cuyos textos fueron publicados bajo el epígrafe común de “Algunas opiniones sobre las Bibliotecas Populares”.

En este blog hemos tratado en anteriores ocasiones sobre las bibliotecas populares de Cangas de Onís y Corao, en las que Francisco Beceña tuvo destacadísima participación, fundando la primera y colaborando con Ángel Sarmiento González, de manera decisiva, en la creación de la segunda. Por ello resulta muy conveniente divulgar este texto de Beceña, escrito catorce años después de la fundación de las bibliotecas canguesas, porque sus clarividentes palabras colocan en sus justos términos la cuestión, bosquejan su ideología educativa y denotan la penetración del autor en el fondo del asunto: la ineludible obligación de disponer de las personas adecuadas para el éxito de estas frágiles y obstaculizadas empresas culturales.

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La experiencia española sobre la acción e influjo de una Biblioteca Popular en medios rurales es tan escasa que realmente los que con base objetiva pudieran hablar de ella son los que como el patronato de la de Castropol sostienen desde hace ya años un centro de esta clase dando con ello un alto ejemplo al resto del país de amor a la cultura, a la región y de confianza plena en la acción de las fuerzas morales sobre los pueblos.

Sin esta base experimental la más estimable para discurrir sobre la cuestión y partiendo de puntos de vista en que se valoran experiencias de otros países y consideraciones de principio, una Biblioteca Popular aparece como una organización de efectos múltiples. Y no es el menor de ellos aunque reflejo meramente, que el tiempo que el local retiene y el libro ocupa se sustraiga a otras maneras de lo que suele llamarse pasar el tiempo que en nuestros medios rurales no se distinguen por su alto valor educativo.

Pero el libro tiene por si mismo una fuerza atractiva que depende de su valor, de la adecuación de su contenido y estilo a la preparación y temperamento de quien lo solicita. En esto radica su utilidad y por eso una biblioteca destinada a lectores no habituados a la utilización de los libros necesita como elemento el más vital de su influjo de una persona que con conocimiento del medio, del fondo de sus libros y de las necesidades del lector le guie en la selección de los que le convengan.

En ciertos medios vírgenes a la acción de fuerzas intelectuales, el libro aparece con un valor tan desmesurado que a los ojos de algunos es nada menos que el talismán con que se conquista el éxito en la vida moderna. Muchos creen que basta tenerlos; otros que deben leerse muy pocos, que hay que trabajarlos. Pero la mayoría los estima dotados de una fuerza inmanente análoga a la que en otro orden de ideas atribuyen muchos también a factores preponderantes en la época moderna, entre ellos a la riqueza y más concretamente al dinero.

Sin embargo el libro es un instrumento de trabajo: los de más valor son como espigas fructíferas cuyas semillas hay que extraer adentrándolas en el espíritu para que previa germinación cuyo buen éxito dependerá de las condiciones favorables en que aquél se encuentre, puedan después incorporarse a la vida espiritual y desde aquí condicionar la conducta, el carácter y el tono general de la vida. Este es el imperio de la reflexión y del discurso en labor de asimilación que enriquece pero que exige no solo preparación sino también esfuerzo. Y el acto previo para que pueda realizarse consiste en saber leer, que no es la simple comprensión de las palabras y signos ortográficos sino la valoración intelectual, emotiva, estética, como sea, pero siempre consciente y crítica del texto.

Una biblioteca es pues algo más que un conjunto de libros: necesita órganos vivos que la formen, la renueven y la propaguen y su éxito está condicionado precisamente por su existencia y actividad. La cual dependerá de la riqueza espiritual del medio social en que aquella se instale y de la cooperación que a su finalidad presten los llamados a ello por su formación y aún profesión. Conectada con la obra de los maestros de la escuela, asistida por los titulares de profesiones liberales, abogados, médicos, etc. y solicitada por la curiosidad de los demás puede realizar una obra de afinamiento espiritual provocando necesidades de este orden y dando los medios de satisfacción adecuada de las mismas.

Pero con una condición: la del tiempo. Una obra de este tipo no puede dar fruto no ya inmediatamente pero ni siquiera en plazos para otras empresas dilatados. Todo lo que se destine a actuar sobre fuerzas espirituales en zonas no preparadas suficientemente debe contar como mínimum con una generación y no olvidar que esta clase de obras alcanzan plenamente solo a una minoría de los participantes en ella aunque en mayor o menor grado, consciente o inconsciente, todos sean beneficiados por la misma. Pero hay que reaccionar contra la frivolidad que estima fracasadas las instituciones culturales porque al poco tiempo de su inauguración la gente no manifiesta alteraciones visibles en la normalidad de su vida.

Las materias fertilizantes son íntimas, operan internamente con la lentitud de lo duradero y permanente con crecimiento apenas visible sobre todo para quien diariamente lo contempla, pero con la seguridad inevitable de las fuerzas que han conquistado el mundo, dominando la materia y afirmado para siempre la supremacía del espíritu.

Francisco Beceña
Catedrático de la Universidad Central. Fundador de la Biblioteca Popular de Cangas de Onís.

Artículo publicado en El Aldeano : periódico de información regional, Castropol, año IV, núm. 59, 15 de marzo de 1932, pp. 1-2. Puede consultarse en Biblioteca Virtual del Principado de Asturias.