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Cuento de Elías José Con y Tres, León de Enol

I

Voy a narrar una escena que jamás olvidaré; voy a trasladarla al papel como brotó de venerables labios, sin galas que la adornen, sin palabras rebuscadas, sin frases armoniosas, falta de estilo, pero sencilla, y en su sencillez conmovedora, y en su sencillez elocuente. Escuchada a los doce años, no tenía para mi otro valor que el que nos merece un cuento; hoy comprendo las palabras de un anciano que elevaba nuestra profesión a un sacerdocio tan grande y sublime como el sacerdocio encargado de guiar nuestras ideas y dirigir nuestros pensamientos hacia Aquél que todo lo puede.

II

En los últimos días del mes de marzo de 1867 me encontraba en C…, pequeña y pintoresca aldea de una de nuestras más fértiles provincias. La noche era fría y el fuego que chisporroteaba en el hogar, era un agradable compañero que tranquilamente disfrutábamos mi respetable tío, mis primos, yo y un pequeño gatito, mártir de mis travesuras.

Mi tío era una persona de no escasa instrucción; en las largas noches de invierno pasaba la velada explicándonos historia, descubrimientos, costumbres de animales, etc. Aquella noche, sin embargo, no había desplegado sus labios; estaba pensativo, parecía meditar. Yo tenía que venir a la corte a principiar mis estudios y más tarde conocí lo mucho que me quería; pero esto no quitaba que de vez en cuando sus manos me hicieran entrar en razón. Reinaba un profundo silencio que fue interrumpido por la voz de mi tío, que dirigiéndose a mí, exclamó:

—Pasado mañana marchas a Madrid; nos abandonas, pero nos dejas la grata satisfacción que con tu trabajo vas a buscar un porvenir más halagüeño que el que te ofrece esta miserable aldea… Espero no echarás en olvido a tu anciano tío… Te dedicarás a una profesión noble y honrada que te proporcione desahogo e independencia… ¿Qué clase de estudios merecen con preferencia tu atención?

—Médico, contesté sin titubear.

—Desconoces aún la misión que al médico le está encomendada en la sociedad… Más tarde quizá la conozcas… Dime, ¿por qué te gusta la carrera de medicina?

—Toma… porque el médico gana muchos cuartos, exclamé con la candidez más natural del mundo.

Una ligera sonrisa se dibujó en los labios de mi tío. Era indudable, en aquel momento veía a los hombres agitarse, luchar entre sí, ambicionar elevados puestos para adquirir un pedazo de oro, móvil de la actual sociedad.

—Puesto que tus intenciones son el ser médico, graba en tu corazón la historia de un malogrado joven que ejercía en L… cuando yo próximamente tendría tu edad. Por ella comprenderás que el médico necesita sacrificar sus intereses, su familia y hasta su existencia en aras de la humanidad doliente.

III

Un labrador del pueblo L…, comenzó mi tío, había llegado a adquirir a fuerza de trabajo y economías una posición bastante desahogada. Dos hijos constituían toda su felicidad, una hembra y un varón, cuya precoz inteligencia e imaginación viva demostraban aptitud para los trabajos intelectuales. A los catorce años determinó su padre llevarlo al convento de V… donde adquiriese una instrucción que él no había recibido. El joven estudió con gusto los primeros años, y más tarde pasó a la universidad, matriculándose en medicina. Contento y feliz, sin más ambición que poseer su título para volver al lado de sus padres y hermana, se distinguía entre sus compañeros por su notable aprovechamiento. ¡Ah!, la terrible parca que nada respeta segó la vida de sus ancianos padres dos años antes de terminar sus estudios. Huérfano, sin recursos, después de innumerables trabajos, logró dar fin a su carrera y regresó al lado de su hermana a ejercer su profesión en el pueblo que le había visto nacer, entre los campesinos…

—¡Pero es posible!, dijo mi tío con aire enojado.

Por toda respuesta, sacudí un fuerte pisotón al gato que había tenido el atrevimiento de gritar, interrumpiendo de este modo a mi tío.

—Te decía —continuó— que el joven médico llegó a L… con alegría de sus convecinos. Bien pronto su trato dulce y amable y su amor al estudio le captaron las simpatías de todos, y más que simpatías sentían veneración. De día y de noche, con bueno y mal tiempo, a todas horas estaba dispuesto a prestar sus auxilios a aquel que los necesitase, sin reparar en distancias, ni la posición del enfermo. ¡Cuántas veces ante el horrible espectáculo de la miseria, se conmovía su corazón y depositaba una limosna para alimentar al indigente! Él, en una palabra, protegía al desvalido, tendía su mano al desheredado, calmaba las angustias del que padecía, secaba las lágrimas del anciano, devolvía la esperanza a la madre que suspiraba, a la hermana que gemía…

—Pero vamos al cao en que este joven demostró lo que era la misión que ejercía.

—Ya era tiempo —dije para mí—, entreabriendo los párpados que involuntariamente se cerraban.

IV

El terrible azote del cólera invadió el pueblo L… Su médico desplegaba una actividad extraordinaria, comía poco, dormía menos, y acudía solícito donde el deber le llamaba. Había formado una lista de los atacados, que principiaba por un extremo del pueblo y concluía en el otro; como el número de enfermos era considerable, cuando terminaba de pasar sus visitas volvía a empezar de nuevo. Tenía su casa en la salida del pueblo; hallábase a los pocos días de desarrollarse la epidemia en la parte opuesta cuando llega su criado presuroso, y con la tristeza retratada en el semblante:

—Señor… vuestra hermana tiene el cólera.

Al oír tal noticia… saca el lápiz del bolsillo, anota en la lista el nombre de su hermana y continúa interrogando al enfermo. El criado le miraba con asombro, y después de breves instantes se aventuró a decirle:

—Señor… que es vuestra hermana.

—Ya iré cuando le llegue su turno.

—Pero… es vuestra hermana, repetía el criado.

—Hoy no tengo hermanos… aquí es el nuevo caso de cólera… en un hospital sería el número tantos.

—Pero vuestra hermana, señor… vuestra hermana… ¿me entendéis?, insistía el fiel criado, temeroso ya por el juicio de su amo.

—A nadie le interesa la vida de mi hermana tanto como a mí; pero el médico, en el ejercicio de sus funciones, es como el pundonoroso militar en el campo de batalla; si vuelven la vista atrás ante el enemigo por socorrer su familia o sus intereses, sobre el uno pesa el rigor de la ordenanza, sobre el otro el tribunal de la conciencia. ¡Qué remordimientos si abandonase mis enfermos por despertarse en mí el egoísmo de hermano! No… no… es un nuevo enfermo.

Y continuó sus visitas.

Cuando llegó a su casa, le participaron la infausta noticia de que su hermana acababa de fallecer. Desde el umbral de la puerta se contentó con decir:

—Cese pronto la epidemia y pronto te lloraré… hoy no era el hermano… hoy era el médico, y para éste todos son iguales… Llegué tarde a este enfermo… cómo ha de ser… cruz… Volvamos a empezar.

Pocos días después, era depositado en una fosa el cadáver del médico… víctima de su profesión…

V

Calló mi tío; su relato me había impresionado. El quizá lo comprendió así, porque con voz solemne exclamó:

—No olvides sus palabras: hoy no era el hermano… hoy era el médico, y para éste todos son iguales. Y ahora escucha un consejo de pobre anciano que toca ya al término de su vida: donde quiera que la suerte te lleve haz el bien, ejerce con conciencia una de las profesiones más nobles que se conocen, nada ambiciones más que la salvación de tus enfermos, y sobre todo recuerda la máxima del que murió en la cruz: todos los hombres son tus hermanos; amaos los unos a los otros.

J. Con y Tres

* * *

Las primeras veces que escuché hablar de don Elías José Con y Tres fue en labios de mi tía abuela Pepa, brevísimos comentarios que he olvidado (era muy niño), con excepción de su abnegada dedicación a los vecinos siendo ya un médico jubilado del ejército, pero que dejaron un recuerdo indeleble en mi conciencia: el profundo respeto que le guardaba. A lo largo de estos años he conocido con cierto detalle la biografía y la obra de León de Enol, que así firmaba muchos de sus escritos literarios, y he comprendido, siquiera vagamente, las razones de ese respeto, a la par que nacía en mí un sentimiento de deuda con este personaje cangués tan desconocido en la actualidad.

Elías José Con y Tres, con el uniforme del Cuerpo de Sanidad Militar. Fotografía: Benjamina Miyar Díaz. Reproducción: Tadeo Pantín Bobia.

Este cuento, que pudo haber escrito Con y Tres teniendo en el recuerdo a un colega tan cercano y prestigioso como Ildefonso Martínez Fernández, natural del vecino concejo de Onís y fallecido en el desempeño de su labor en Oviedo durante la epidemia de cólera de 1885, fue publicado en la revista Atienza ilustrada (año II, núm. 3, 15 de marzo de 1899, pp. 11 y 12), dirigida por otro médico culto, Jorge de la Guardia Vega.

Tenía previsto aportar a la Sociedad de Festejos de Cangas de Onís, a la que agradezco su invitación para colaborar en el boletín de fiestas de San Antonio, una reseña biográfica de Victoriano García Ceñal, destacado médico, político y escritor de finales del siglo XIX y principios del XX, antes de que las excepcionales circunstancias que vivimos trastocasen profundamente nuestra vida cotidiana. Sin embargo, he preferido que fuese un médico tan querido por sus contemporáneos, como lo fue Elías José Con y Tres, el que me permitiese rendir este sencillo homenaje a todos los profesionales de la Medicina y de la Sanidad que en estas difíciles circunstancias están trabajando, sacrificando incluso su vida, para salvarnos de este virus.

Corao, 19 de abril de 2020
FJPF