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Alfonso Camín, Fiestas, Fiestas de Castru, Onís, Paco Pendás
por Alfonso Camín
Amanecemos en la carretera del Pontón. La neblina tapa el cielo. Reposa en el cuello de la montaña, simulando un desfile de gorgueras. El automóvil ha estado toda la noche tragando provincias y estrellas.
El camino entra y sale como una barrena en la roca. Se curva como un estoque buscando el pecho del río. Se nota que entramos en Asturias, por la socarronería del carro cantor, que va lento, marrullero y filósofo, cargado de hierba que cubre todo lo ancho de la carretera. En Castilla, en seguida se apartan la mujer y el borrico al ruido ronco de la bocina. En Asturias, no. El carrero va tirado a la bartola, la moza va en su trono de heno, sin que al ganado, ni a la moza, ni al hombre importe mucho la prisa del “auto” que gesticula a su espalda. Cuando le viene bien, le da un grito a su pareja, grave y parsimonioso, y aún dice con gran desenfado al fulminarle nuestras iras:
-Dispensen, hom; estaba haciendo un cigarro.
El hombrín se cala la boina y sigue riñendo a las vacas, como si fuera en combinación con ellas:
-¡Arre, Roxa!
La carretera del Pontón muestra a un lado y a otro el más imponente paisaje del norte de España. Aquí sí que se comprendería la batalla de Covadonga y la figura del rey Pelayo, tallado en una roca llena de gestos heroicos. Las rocas tienen figuras de centauros que avanzan en busca del enemigo, restallando en sus puños la honda primitiva de los vientos y la ballesta de las tempestades. A lo largo del valle, de un verde de ámbar profundo, discurren los cuatro símbolos de la raza, que hablan de siembra y de cerveza: los nogales, como profetas del camino; los fresnos, como jóvenes gladiadores sosteniendo el disco del sol; los robles, a semejanza de aquel bravo señor don Suero de Quiñones, merino mayor de Asturias y León en el siglo negro de don Juan Segundo; los castaños, símbolo de estas matronas asturianas, anchas, eternas y doloridas, que aun después de huecos por la llama y por el tiempo, siguen dando su cosecha, sin increpar al destino, lo mismo que las madres de estas tierras, que ven cómo los hijos se les van de los brazos, unas veces al mar y otras a la guerra, y siguen en su labor de lanzar hijos a los horizontes y a las tierras inhóspitas que los vuelven canijos o les hacen caer en una tierra agresiva.
Por si este paisaje, agreste y bárbaro, no recordara al caminante a los héroes de la leyenda épica sobre la carretera, en la montaña de roca viva, hay un letrero que señala la muerte de un hombre. Era en el invierno. El coche avanzaba entre aullidos de lobos y ramalazos de nieve. Se desprendió en ese momento una peña de la cumbre y mató al hombre y aplastó al vehículo, que eran en la nieve que cubría la senda como el punto de una hormiga.
Pensamos, en la jornada, saludar a un amigo que ha colgado el nido en Viego, lugar cimero de Ponga. A modo que se asciende, el abismo aparece a los ojos hasta semejar, en el fondo, el río ancho, una fina cinta de seda. El coche entra justo en la senda y a cada momento la menor desviación le señala la muerte en el fondo. Nuestros acompañantes claman. Sacramento Prieto se echa sobre las barbas al camino. Otros han quedado atrás, renunciando a la aventura, con los ojos llenos de espanto. Solamente el gran Paco de la Vega, alpinista de la Puerta del Sol, y yo nos exponemos al esfuerzo de caminar con un monstruo sobre un alambre. El chofer quiere dar la vuelta, y eso que lleva firmes la mano y el corazón. Pero es inútil. No hay curva en que darla ni descanso que no sea el abismo.
Cuando damos la vuelta, los que dejamos atrás observan la corriente del río, como buscando nuestros restos. Respiran. El agua va limpia por debajo del puente…
Onís, pueblo en la llanada, entre un cinturón de cumbres, arde en fiestas. Se celebra la romería de la Virgen del Castro. El director de la orquesta es un mozo zapatero que el día anterior ensayaba a sus hombres al son del martillo con que ponía medias suelas a los zapatos del cura. Los voladores van formando en el cielo luminosas piñatas, rotas a un grito de pólvora. Las mozas, refajos de sangre, corpiños de espuma, violencias de bandera en la falta, cargan el ramo de panes en las parihuelas de la parroquia para ofrecérselo a la Virgen Patrona, vericuetos arriba, en la niebla. Los villancicos florecen en los corazones y en el pandero con ingenuidades pastoriles y armonías de campanas pascuales.

La capilla del Castro es otro nido en la cumbre. Al fondo canta el río su responso, recio, monótono, profundo, monorrítmico, con las alabanzas de los sacerdotes en el cortejo campesino. Hay en todo un ambiente de paganía, en la que el cristianismo es medianero. Como en los viejos tiempos de nuestra infancia, rota en el mar, como las lonas de un bergantín por las rutas de la tormenta, las casonas de Onís, blanco y azul y rojo, huelen a arroz con canela, a la menestra guardada en el arcón durante el año, a la falta que trasciende a carne de nuez, a entrepaño de fresno, a membrillo, a romero y a laurel mustios, del último Domingo de Ramos.

Con la voz de miel casera que apagan las mozas en los últimos villancicos, la campana descansa hasta el año que viene, la religión termina y comienza el holgorio. Después de la oración, el asturiano gusta de mostrar la panza igual que un tambor festero.
Hay torneo de bolos. Concurso de destrezas en tumbar leña asturiana. Sacramento viene de Madrid a sentar sus reales a los bolos. En este juego es el monarca, y va recibiendo a su paso genuflexiones y reverencias de los pequeños iniciados. Como no encuentra enemigo pasease por la bolera, como un palomo buchón por el sol de la heredad. Yo, que no sé jugar a los bolos, pero que creo que para este juego y para cantar misa no hace falta ningún curso universitario, me enfrento con el rey de la bolera y gano la partida, mientras que todo un pueblo, lleno de asombro, baja los ojos al suelo con la palma en la mollera.
El zapatero, músico genial, resopla en mi honor su orquesta, y el poeta asturiano Emilio Palacios, que está de paso en Onís a la busca del alma asturiana, borrando errores de todos los “magüetos”, me echa al oído versos por el “puntero”:
Campera pa bailar
fresca arbolea;
toneles con ramaxe de llorea,
les moces de la villa
que bailen l’agarrao -¡mió probe aldea!-
magar un valsie toca la organiella.
Barraques, merenderos
y xuegos de rapazos,
custiones de sidreros
que se frayen la crisma a tariegazos.
Bullicio, vocerío,
gatería y función:
el “gló-gló” de algún río,
golor a prusición.
Dos que galantien:
-Qué mono ta esto.
-Más mona tas tú.
Una moscarda: ¡Ablanes!
Un mozu con cibiella: ¡Ixuxú!
Y acompañando el “talán” de la campana
canta el grillu: “gri-gri”.
El tambor: racataplán, racatán.
La gaita: huuu… piii.
La “diligencia” me ha de llevar hacia Arriondas, entre las primeras briznas de sol de un amanecer de seda.
Lo de la bolera dicen que fue milagro. Por algo las viejas hacen la señal de la cruz al retornar de la fuente. Todo Onís es un silencio desgranado en los prados.
El zapatero músico duerme en su cuchitril a la bartola.
* * *
Nota de la Redacción [indudablemente, de Paco Pendás]
El autor de esta crónica, Alfonso Camín, querido amigo y compañero nuestro, pasó por Cangas de refilón, hace unos días; puso proa a Viego para despedirse del director de “Prensa Gráfica”, y, escabulléndonos el bulto, se fue a Gijón y embarcó rumbo a Cuba y México, a cuya república le lleva una importante y honrosa misión periodística de la gran revista La Esfera, de Madrid.
Al pasar por estos andurriales ni preguntó por nosotros ni se detuvo a visitarnos, aunque no hubiera sido más que para decirnos de qué se le murió una miruella casi implume que el verano pasado formaba parte de su equipaje y que María “La Ñola” le cuidó solícitamente los días que pasó entre nosotros sin lograr convencerle de que aquella avecilla encogida y de aire tristón no pertenecía al sexo fuerte -como él creía- sino al débil. Y nosotros, al enterarnos de su paso y de su enojo –que ya sospechábamos- hemos sonreído de buen humor y, después de escribirle unas líneas de despedida, reproducimos en estas columnas, que siempre le fueron familiares, las anteriores impresiones de su viaje que mandó a La Libertad, para demostrarle que las infantilidades de los grandes poetas –a las que hace años que estamos acostumbrados- no son bastante a resquebrajar los fundamentos de nuestras viejas amistades; y por lo mismo confiamos en que a su regreso de América, que le deseamos para en breve y con provecho, podremos reñir a nuestro sabor, con toda la franca amistad asturiana que mutuamente nos tenemos, mientras en la cazuela humea el sabroso condumio regional y en los vasos ríe el áureo zumo de las manzanas.
Artículo publicado en El Popular, Cangas de Onís, año IX, núm. 382, 6 de septiembre de 1928, pp. 1-2. Las fotografías forman de la colección recopilada por Fermín Canella y Secades, hoy en la Biblioteca de Asturias (Bca. y papeles de Tolivar Alas, signatura Ast. T.A. Can Fot 2-56). Muy probablemente, fueron publicadas en la revista Covadonga, poco antes del fallecimiento de Canella en 1924.