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Con motivo del aniversario del nacimiento de Antonio Miyar, librero establecido en Madrid y natural de Corao, donde vio la luz el día de San Antonio de 1794.

El 7 de abril de 1831 el marqués Astolphe de Custine, aristócrata francés, llega a Madrid. Quiso el azar transmitirnos la noticia de la muerte de Antonio Miyar en la plaza de la Cebada gracias a la pluma de este famoso viajero del siglo XIX, autor no sólo de L’Espagne sous Ferdinand VII[1], donde se recoge nuestro suceso, sino también de La Russie en 1839, un itinerario a través de la Rusia de Nicolás I, libro de viajes muy celebrado en el país vecino. L’Espagne se estructura en forma de cartas a sus amistades. El 11 de abril escribe desde Madrid al conde Alfred de Maussion, su cuñado, relatándole, entre otras cosas, la ejecución de Antonio Miyar. He aquí su crimen —le dice— tal como personas dignas de crédito me lo han contado: repetía a menudo que España necesitaba una constitución, ¡Y que ahora este país podía esperar conseguirla por la intervención de Francia! Se asombra el marqués con este pensamiento, común en aquellos días entre los liberales españoles, esperanzados como estaban por las repercusiones que pudiera tener en España la revolución francesa de 1830.

Media hora antes de la señalada —escribe— me llegué a la plaza de la Cebada[2] y me detuve cerca del cadalso[3]. En Madrid, las ejecuciones son una ceremonia religiosa, pues el cura sanciona todos los actos del poder. He quedado impresionado del recogimiento, de la calma, del silencio del populacho que se encaminaba como yo hacia el lugar del suplicio.

Una hora antes que el criminal sea conducido al patíbulo, algunos hombres[4] recorren la ciudad con una alcancía y una campanilla en la mano pidiendo limosna en nombre del condenado.

El poeta romántico José de Espronceda, contemporáneo y protagonista en los acontecimientos, pues llegó a participar en la expedición de Vera de Bidasoa en el año 1830, recogió el estribillo de esta letanía en su poema El reo de muerte:

¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar![5]

Este dinero está destinado a decir misas por el reposo de su alma[6]. Al mismo tiempo, los curas se recogen en todas las iglesias donde esperan la señal de la muerte a fin de ejercer este caritativo oficio: así, el sacrificio místico sigue inmediatamente al cumplimiento del sacrificio legal, atenuando el horror.

Cuando llegué cerca del cadalso —prosigue— lo encontré rodeado de gran número de soldados, esto es una innovación, el aparato militar no es desplegado de ordinario en Madrid en semejantes ocasiones.

Tampoco era ésta una ejecución ordinaria. Los recientes acontecimientos en Cádiz y La Isla, la magnitud de la trama descubierta, grandísima conspiración en expresión de Calomarde[7], y la personalidad del reo, hombre rico, muy considerado en Madrid[8] y primera víctima entre los encausados, pudieron ser argumentos suficientes para que la autoridad absolutista extremase las medidas de seguridad. Gracias al Diario de Avisos de Madrid, del lunes 11 de abril, que publica la orden de la plaza del día anterior podemos saber la fuerza militar que se señaló para el auxilio de los dependientes de justicia en la ejecución de la pena de muerte en horca a la que había sido condenado Antonio Miyar. Dice así:

A dicho efecto se hallarán en la plazuela de la Cebada á las once y media de la misma dos piquetes, el uno del segundo regimiento de granaderos de la Guardia Real de infantería de 200 hombres con sus correspondientes oficiales, y otro de granaderos á caballo de la misma Guardia Real de 100 hombres montados con el número de oficiales que le pertenece. A la misma hora se hallará en la real cárcel de Corte otro de un oficial con un sargento, un cabo y 20 granaderos del segundo regimiento expresado, cuyo comandante á su llegada a ella se presentará al señor gobernador de la Sala á recibir sus instrucciones; y después de ejecutada la justicia dejará de esta fuerza el sargento con el cabo y 10 granaderos para custodia del cadáver hasta que la Paz y Caridad lo recoja: también á la propia hora de las once y media y sitio de la expresada real cárcel se hallará otro piquete de un sargento, un cabo y 10 soldados montados del escuadrón de Madrid para tener expedita la carrera que el reo hubiese de llevar.

Finalmente, para que en lo más mínimo se altere la tranquilidad pública se nombrarán tres partidas del regimiento de granaderos á caballo, cada una de la fuerza de un oficial, un sargento, un cabo y 22 granaderos, que se situarán a la misma hora de las once y media en la plazuela de Sta. Cruz, Plaza mayor junto al arco de Toledo y plazuela de S. Andrés, y otras tantas de infantería de igual número del propio regimiento , con el objeto de que recorran las calles inmediatas a las por donde debe ser conducido el reo.

Todas las tropas nombrada, excepto la que queda de custodia para el cadáver, se retirarán á sus cuarteles después de ejecutada la justicia, y que la gente que concurra á ella se haya retirado de la plazuela de la Cebada y sus inmediaciones[9].

A las doce y media, un ruido de tambores anuncia la llegada del cortejo: algunos oficiales y dragones a caballo abren calle entre el pueblo, que no parece ávido de sangre ni compasivo: nadie a mi alrededor está muy conmovido.

Mirando hacia donde se acercaba la procesión, vi aparecer en primer lugar algunos hombres a caballo, vestidos poco más o menos como los sacerdotes. ¿Qué hacen ahí esos jinetes eclesiásticos? —preguntó Custine a su vecino—. — Esos no son curas, son alguaciles —le respondió—.

El silencio redobla en torno mío —continua escribiendo el marqués—, la muchedumbre está inmóvil; aparece una cruz, sostenida por un grupo de hombres vestidos de negro[10], y a continuación veo surgir, al fondo de una calle estrechada por la multitud, al desgraciado.

Estaba vestido de blanco, de unos cuarenta años de edad, montado en un asno[11], sostenido por su confesor, y socorrido aún por otro cura. Sus manos, juntas, estaban negras: no he sabido la causa de esta circunstancia hasta más tarde, es el efecto de la cuerda que las ataba violentamente. El verdugo impone este dolor a la víctima, para ahorrarle otro mayor: ¡El brazo así entumecido no siente el golpe del hacha que corta la muñeca! Esas manos martirizadas llevaban un papel en el que estaba grabada la imagen de Cristo.

En este momento, un hombre se vuelve hacia mí y me dice en francés: «¡No tiene miedo![12]«. Pero yo no estaba sin temor: me habían recomendado una extremada prudencia, necesaria sobretodo a un francés expuesto a la rabia popular que podría despertar súbitamente. En España, hoy, la autoridad tiene tantas prevenciones contra nosotros que no intervendría para protegernos si algunos furiosos nos despedazaran en medio de las calles… Guardé silencio. Mis ojos seguían a esta víctima del miedo. En verdad, el despotismo es de temer cuando siente su debilidad.

El desgraciado, aunque muy pálido ya, palidece aún más cuando contempla el cadalso: vuelve la cabeza, se inclina hacia su confesor y parece escuchar la palabra cristiana con una piedad que me salta las lágrimas.

Cuando hubo llegado a veinte pasos del patíbulo, me alejé precipitadamente preguntándome en voz baja si el gobierno de los monjes merecía semejantes sacrificios. Marchaba absorto entre reflexiones contradictorias, cuando mi corazón fue asaltado por un frío glacial: ¡El toque a muerto de la campana me hizo saber que el suplicio había terminado! Esta campana anuncia a los curas de las principales iglesias de Madrid que es tiempo de terminar las plegarias por los agonizantes y de comenzar la misa por los muertos.

Pío Baroja nos describe una estampa coloreada publicada por Victoriano Ameller y Mariano Castillo (Los mártires de la libertad española, tomo II, Madrid, 1853, p. 342) que representa lo que no cuenta Custine. Sin embargo esta estampa no recoge la ejecución de Miyar, sino la de su amigo Pablo Iglesias, ahorcado como él y como Rafael del Riego por defender la libertad y el constitucionalismo durante el infausto reinado de Fernando VII. En todo caso, en poco habrían de diferir las ejecuciones de uno y otro:

Apoyada en el madero que une los dos postes de la horca, hay una gran escalera, y en lo más alto, un hombre sentado: el verdugo. En uno de los peldaños está Miyar, vestido de blanco, con su birrete; debajo, el ayudante del verdugo, y al pie de la escalera, un fraile que muestra imperiosamente un crucifijo. Cerca del cadalso, unos magistrados, dos hombres de levita y tricornio y tropa de Infantería y Caballería.

Después de la ejecución del desgraciado, un cura —dice el Anuario Lesur— subió a lo alto de la escalera y dirigió a la plebe un discurso que versó sobre el cuidado particular con que el Cielo velaba por el rey y por la Iglesia, haciendo que sus enemigos fueran siempre descubiertos y castigados[13].

El día anterior, Rufina Ortega, la esposa de Antonio Miyar había intentado obtener el indulto de Fernando VII. Es el propio Custine quien nos lo manifiesta:

Sabía que la mujer del desgraciado había estado ayer en Aranjuez para pedir clemencia; el rey solo era el ofendido; no podía prohibirme una secreta esperanza. Muchas gentes dicen que si el indulto hubiese sido concedido, habría habido menos satisfechos que descontentos. Haría falta conocer bien la opinión pública para apreciar este comentario; lo que no es dado a un viajero llegado hace ocho días a un país donde el misterio preside la vida. Aseguran que si ayer hubiese hecho buen tiempo el condenado se habría salvado. El rey hubiera salido, hubiera encontrado a la mujer que le venía a implorar y hubiera concedido el indulto. Ha llovido, el rey se ha quedado en casa: ¡La lluvia ha decidido la ejecución!

Arias Teijeiro anota en su Diario el día 10 de abril: Fuertes chaparrones y mucho llover… B. recela que no salga a la horca Miyar, según le indicó Abella, hijo del Jefe del Guardarropa del Rey, pues los afrancesados etc. se pensaban valer de la hija de la Vicenta, y ésta por supuesto con la Reina. Pero las circunstancias no son para eso. La mujer fue al Sitio, mas ya dicen si volvió desahuciada… El Abad de San Martín me llama por la mañana. También recelaban el perdón de Miyar.

Difícil es de creer que si hubiese lucido el sol, Fernando VII hubiera concedido el indulto, más bien exclamaría un ¡Viva Miyar! al conocer su muerte, como unos años antes, en similares circunstancias exclamó ¡Viva Riego! Era más propio en aquel tiempo intentar comprar la vida. Custine deja escrito que se comentaba que había hecho ofrecer a sus jueces millón y medio para rescatarla. Arias Teijeiro, por su parte, anota el 8 de abril: Voces de que Cambronero[14] va al Sitio y que ofrecen 100.000 duros por la vida de Miyar. Al día siguiente añade: Ponen en capilla a Miyar a pesar de los millones ofrecidos.

Fracasados la clemencia y el soborno, dos días después Antonio Miyar es ahorcado en la Plaza de la Cebada, colocándole en el pecho un cartel que decía: Por revolucionario. Se consumó así lo que Pascual Madoz[15], que estudió su causa judicial, calificará como asesinato jurídico, perpetrado por un tribunal constituido en mandatario de un poder sin límites y ejecutor de la voluntad y exigencias de un partido furibundo, el del borbónico rey Fernando VII. Infundados los cargos que se le hicieron a Miyar, dice Madoz, siempre se calificará la ejecución de la sentencia de un asesinato cometido con formas jurídicas e imponentes, no de un acto solemne de justicia y añade: Era preciso que se sacrificara una víctima, y D. Antonio Miyar debía ser el primer inmolado al furor del partido de aquel aciago periodo[16].


[1] Custine, Marquis Astolphe de. L’Espagne sous Ferdinand VII. París, Éditions François Bourin, 1991. 1.ª edición: París, Ladvocat, 1838.

[2] La plaza de la Cebada, un descampado irregular más que una plaza pública, fue el sitio oficial de las ejecuciones luego que cesaron en la plaza Mayor, a finales del siglo XVIII. Una fuente nada artística pretendía adornar su parte céntrica, siendo sus costados hileras de casas de las más descuidadas de Madrid, a juzgar por sus fachadas. En ella terminaron su existencia, entre otros, Teodoro Goiffeux, Pablo Iglesias, La Torre, Miyar, La Chica, Torrecilla y el general D. Rafael del Riego, que pereció en una altísima horca el 7 de noviembre de 1823, y a cuyo recuerdo se consagró la plaza, que por los años en que escribía Fernández de los Ríos recibía el nombre de Plaza de Riego. Fernández de los Ríos, Ángel. Guía de Madrid. Manual del madrileño y del forastero. Edición facsímil, Madrid, Monterrey Ediciones, 1982, pp. 155 y 156. (1ª edición, Madrid, Oficinas de la Ilustración Española y Americana, 1876). Mesonero Romanos, Ramón de: El Antiguo Madrid, Madrid, Asociación de Libreros de Lance, 1990. Facsímil de la 1.ª edición, Madrid, Establecimiento Tipográfico de F. P. Mellado, 1861, p. 176.

[3] El patíbulo se instalaba en el centro de la plaza. Mesoneros, op. cit. p. 176. La horca se preparaba con dos postes altos clavados en el suelo y unidos por un madero horizontal, del que colgaba la cuerda. En una estampa que dibujó Raffet del suplicio de Riego, la horca era también así. En esta época de 1831, regida por Calomarde, como en la de Chaperón, la horca estuvo, según parece, varios días de una manera permanente en la plaza de la Cebada. Baroja, Pío. Artículos. En «Obras Completas». Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, tomo V, pp. 1333 a 1337.

[4] «… y los hermanos de la Paz y Caridad, vestidos con sayones negros, recorrían las calles por parejas: unos, haciendo sonar la campanilla, y otros, mostrando una caja de hoja de lata, y diciendo con voz triste y monótona: – Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar.» Baroja, Pío. El sabor de la venganza. Memorias de un hombre de acción. En «Obras Completas», Madrid, Biblioteca Nueva, 1.947. Tomo III, pp. 1171 a 1173. La Hermandad de la Paz y Caridad debía asistir a los reos desde que se les ponía en capilla hasta dar sepultura a sus cadáveres.

[5] Espronceda, José de, Poesías Líricas, Madrid, Espasa-Calpe, 1978, colección Austral, nº 917, pp. 36 a 39.

[6] «Los individuos mayordomos de la real archicofradía de la Caridad y Paz, establecida en la iglesia parroquial de Sta. Cruz de esta corte, han acordado se celebre en dicha iglesia hoy 11 á las nueve de la mañana una misa de rogativa con manifiesto, para implorar los divinos auxilios en la última hora por el reo que se halla en capilla.» Diario de Avisos de Madrid, número 101 del lunes 11 de abril de 1831, p. 402.

[7] Arias Teijeiro, José, Diarios, 1828-1831, edición de A. M. Berazaluce. Pamplona: Universidad de Navarra, 1966-1967, vol. III, p. 49.

[8] Custine, op. cit., p. 73: «homme riche et qui était fort considéré à Madrid».

[9] «Orden de la plaza del 10 de abril de 1831.- Servicio para el 11.», en el Diario de Avisos de Madrid, número 101 del lunes 11 de abril de 1831, pp. 401 y 402.

[10] Los hermanos de la Paz y la Caridad.

[11] Los nobles iban al suplicio en caballos o mulas, los plebeyos en burros, los militares a pie.

[12] Arias Teijeiro, op. cit., p. 95: Ahorcan a Miyar; sereno en lo posible.

[13] Baroja, Artículos, p. 1337.

[14] Manuel María Cambronero, abogado defensor de Miyar en la causa.

[15] Pascual Madoz fue un político español vinculado al Partido Progresista; ministro de Hacienda en 1855, es recordado por la desamortización a la que dio nombre, y por su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar.

[16] Madoz e Ibáñez, Pascual, Causa… contra D. Antonio Miyar, en Colección de las causas más célebres e interesantes… Parte española, Madrid, Librería de D. Leocadio López, editor, 1863, tomo V, pp. 176-382. “El delito de que se le acusaba no estaba justificado: ecsistian (sic) sí, y lo diremos con la independencia é imparcialidad que nos caracteriza, indicios y congeturas y no muy vehementes, que inducían á creer moralmente y por medio de inducciones filosóficas, que Miyar estaba envuelto en la conjuracion; mas no ecsistian suficientes datos que formasen ni aun una prueba semiplena, cuanto menos una plena y bastante en lo legal para hacerle perder la vida por revolucionário que equivale tanto como conspirador y traidor á su patria y Rey.” (P. 376).