por Martín Andréu Valdés
Aquel día fue mi intención de dar un paseo de expansión un poco mayor que la ordinaria. Transcurridas las horas del calor pesado que nos había tenido envueltos en ambiente sofocante hasta el punto de que las piedras irradiaban fuego, el deseo de vencer la enervante laxitud me hizo ir por el sendero monte arriba a la sombra de los pinos y de los eucaliptos. El viento sur, que con insistencia soplaba, mecía sus copas, y allá sobre las peñas, empujaba sobre unas de color sombrío otras nubes algodonosas deslumbrantes de blancura.
Me sentí animado a ir hasta Abamia. Es un camino que he seguido varias veces, y en todas ellas he pensado en el significado que tuvo la edificación de aquella iglesia en los días en que fue levantada por la fe y por el entusiasmo y en el que tiene al presente la ruina que con ella ha dado en tierra. Es un lenguaje este mudo de las piedras que nos hablan, en ocasiones, muy adentro, y, al ver en nuestros días, aquellos arcos rotos, la vencida techumbre, los agrietados muros por los que serpea la yedra como con afán de juntar los sillares que se desmoronan, cubierto el interior de cardos y de ortigas, no vemos precisamente el abandono en que tienen unos hombres las cosas materiales que otros con tanta complacencia miraron, sino que, más bien, nos asalta el significado de todo aquello -pasado de sacrificio, de heroísmo, de victoria- un edificio espiritual al que no derribó el tiempo, y sí la inconsciencia, la ingratitud y la traición…
Algo tristes eran estas reflexiones; pero me hacían llevar con distracción la primera parte de la caminata.
Pasada la sierra de Sotebes y entrado en la ería del Jú, hice un breve descanso frente a la Collada del Castillo.
Estos nombres, como aquellas piedras, las que deseaba volver a contemplar, son también evocadores. Como igualmente el de este pico que, al reanudar mi marcha, queda ya a la izquierda del camino que hasta Abamia me lleva: Pico de los Monteros…
Abamia… Allí está la antigua iglesia. Al dar vista a ella, no puedo menos de recordar, para aplicárselas, aquellas palabras del sabio rey Alfonso: “Vacía de pueblo, bañada de lágrimas, cumplida de apellido, huéspeda de los extraños, engañada de los vecinos, desamparada de los moradores, viuda e asolada de los sus fijos… desmedrada por llanto e por llaga, fallescida de fortaleza, flaca de fuerza, menguada de conorte y asolada de los suyos…”
Allí está sola y derruida. Frente a su puerta el tejo, el árbol sagrado que la habrá visto en su esplendor, cuyas ramas se extienden todavía para enseñarla, y como para defenderla.

Tomo asiento a su sombra. Parece que el cielo se encapota algo, y, como término de aquel día de excesivo calor, pudiera este resolverse en un poco de tormenta. Por si acaso, hombres y mujeres, en las praderías, apilan con apresuramiento la yerba recién curada. Tal vez no sobrevenga el aguacero; pero, terminada la labor del día, con tanto tiempo como queda por delante en la noche, bueno será estar prevenidos.
Yo me siento algo cansado. Apoyada la espalda sobre el tronco del árbol milenario disfruto de reposo y experimento el agradable bienestar que da el ejercicio hecho. Me parece que las oscuras ramas quieren descender hacia mí para proporcionarme refrigerio. ¡Qué dulce es descansar después de una de estas caminatas más gratas, tantas veces, al espíritu que al cuerpo! ¡Qué cansancio tan reparador por lo agradable este que uno a uno distiende los músculos y los afianza!
Complacida pasea mi vista por el paisaje sobre el que quedan en el cielo trozos muy largos abiertos sobre cumbres y pintorescas lejanías. Son de un tono dulce, melancólico; un azul como velado por transparente cendal…
¿Dónde he visto yo un cielo como éste? Lo recuerdo de pronto… En los cuadros de los primitivos. Ya no se ve el cielo que ellos pintaban. Y, sin embargo, fueron los más realistas en el traslado de cuanto contemplaban. ¿Será que han cambiado los cielos? ¿O habrá cambiado el modo de sentir y mirar en los artistas?… Era el que yo contemplaba un trozo de cielo como escapado de aquel cuadro de Mantegna en el que, en una misteriosa hora ponentina, se muere la Virgen…
Oigo pasos. En el camino que, por detrás de la iglesia, va desde el Cueto a Aleos y a Teleña, distinto la figura de Marceliano. Es el guarda forestal que se dirige al último de dichos puntos, en el que tiene su casa. Abro la boca para llamarle; pero me detengo al ver que le salen al encuentro, como si le esperaran para hablar con él, José Cueto, el de Corigos de Arriba, y Caso, Benito, el de Abajo. Callo, porque pudiera estorbarles, y vuelvo a contemplar el paisaje…
No sé que encuentro en él… Atraen, ahora, mi atención unas casas que yo nunca había visto, y noto que de algunas de ellas salen gentes extrañamente vestidas. Las mismas casas son de arquitectura desconocida. Pudiera creerse que eran nuevas: yo, al menos, no las he visto anteriormente; pero todas tienen trazas evidentes de marcada antigüedad. ¿Cómo me habían pasado inadvertidas?… Sale de una de ellas una mujercita; mira al campo y vuelve a entrar no sin haber hablado antes brevemente con alguien que debe de estar al otro lado de la portalada. He percibido todas sus palabras y no las he entendido… Siento una como desazón, como angustia…
Se deshace, ahora, aquel grupo de los tres. Noto que Marceliano continúa su camino y le llamo. Resuena mi voz devuelta por el eco; pero él no ha debido de oírme. Mi asombro sube de punto al ver que le sale al encuentro un hombre ante el cual hace una profunda reverencia. Es un personaje de rostro pálido, viva mirada, frente espaciosa. En la blancura de su amplio cuello vuelto sobre un jubón de terciopelo negro destaca la más intensa negrura de su barba. (No sé por qué me acuerdo de Montaigne, como si le viera entre los campesinos de su tierra natal). Le veo que se dirige hacia el sitio en que yo me encuentro. Pasa junto a mí, sin adivinar mi presencia, a lo que parece, y se adelanta hacia la iglesia. Esta, que yo había visto derruida, aparece, ahora, como nueva. Abierta está la puerta, y, como en espera del que llega, se encuentra en pie, en la entrada, un guerrero. Despiden sus armas cegadores reflejos. Bajo el casco que cubre su cabeza arden dos ojos como brasas. Delante de él ha doblado, primero, sus rodillas, y luego su cabeza el del negro jubón; y momentos después ambos echan a andar.
Es mi sorpresa tan grande y mi curiosidad tan acuciadora que no vacilo en levantarme y en seguirles. Ellos y yo caminamos como sin tocar en el suelo, fantasmales, y experimento la sensación que produciría el caminar empujado por el viento, como un vilano. Vuelvo a ver, y esta vez a mi derecha, el Pico de los Monteros, la Collada del Castillo. Noto que descendemos por la Ería del Jú como ingrávidos, para subir por la ladera de Sierra de Sotebes. Allí está el Asomadorio, y en él se detienen los dos para mirar hacia abajo con excitación extraña y con visible temblor de inquietud… A lo lejos el valle, hondo, oscuro, y abierta sobre él, la Cueva, matriz de una gran Patria, cuna de una Nación jamás vencida.
De pronto el guerrero se vuelve y noto que ha cambiado la expresión de su rostro en otra de intensa y emocionada alegría. Habla y dice unas palabras que yo -cosa sorprendente- no comprendo, pero las traduzco…
Ha dicho: -Aún hay luz en la Cueva-. Y más que oídas a él, jurara yo que eran resonantes en mi interior aquellas palabras.
Después, desenvainó su espada y la puso con vigor en lo alto, como para blandirla. Sobre la sierra centelleó la limpidez de su hoja con destellante fulgor que tenía forma de luminosa cruz…
Cerré los ojos deslumbrado, e inmediatamente una voz poderosa me hizo estremecer.
El estampido de un trueno me despertó. Sobre la tierra reseca y requemada caían anchas, gruesas gotas…
Andréu Valdés, Martín, “Sueño de una tarde de estío”, en Revista Covadonga, año XIII, núm. 292, 15 de septiembre de 1934, pp. 410-411. Reproducido en: Para leer en Covadonga, Cangas de Onís, Talleres Tipográficos Quesada, 1941, pp. 87-92.