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Dead
El Colláu les Veleres. Un árbol, oculto en el paisaje de pasto, arbolado y roca, guarda un enigma. Un árbol convertido en recuerdo vivo que el tiempo, inexorable, ha difuminado. Una inscripción, casi perdida, (dead, «muerto», en inglés) que se resiste a entregar su memoria al olvido. Un árbol a pie de carretera, un hito que indica el lugar donde Robert Cecil Horne fue muerto. Un árbol bien nombrado, la h.ae del inglés (el haya del inglés).
La h.ae del inglés
El Bárgana
Acorralado en La Raposera, Benjamín González Rodríguez, El Bárgana, se suicida. En los últimos meses, sus audaces y reiterados robos han extendido su fama por Asturias, convirtiéndole en el enemigo público número uno. Ha visto impresas sus andanzas en los periódicos, excediendo ya el menguado espacio de las gacetillas, y se atreve, incluso, a escribir al corresponsal de El Noroeste, protestando, porque bajo su paraguas se tapan muchos, achacándole delitos que, dice, no ha cometido.
Benjamín González Rodríguez, El Bárgana, de soldado en Melilla. Fotografía publicada en la revista Alto Nalón, dirigida por Albino Suárez
Rotos los vínculos con una sociedad admirada por su descaro y arrojo, perseguido y hostigado por la Guardia Civil y los somatenes de los pueblos, la ofuscada carrera delictiva de un bandido transmutado en alimaña llega a su fin. Cercado en la casa de su tío Manuel, en el caserío de apenas cuatro vecinos que le vio nacer, El Bárgana rehusa entregarse a las fuerzas del orden. Para qué retrasar una sentencia ya dictada. Ha vivido ajeno a las reglas sociales y en su última hora, en la mañana del 14 de diciembre de 1927, se niega a beber la cicuta de la justicia.
Apenas cuatro días antes, hacia las siete de la noche del sábado 10 de diciembre, El Bárgana y Juan de la Fuente Castañón, su compañero de fechorías, armados con escopetas, entran en la taberna de Aquilino González, en La Cuesta los Valles, pueblo próximo a Tolivia, en el concejo de Laviana y no muy distante de La Bárgana, lugar donde vivió Benjamín desde los dos años y del que tomó su apodo. Pide una botella de vino, que toman apresuradamente, y conmina a dos mozos del pueblo, que allí se hallaban, a buscarle cinco duros que necesita. Luego, abandonan la taberna, alejándose.
Dos horas más tarde, entran violentamente en una casa del pueblo. Hallan a la dueña, a su sirvienta y a los niños pequeños. Están tan borrachos que se les caen las armas de las manos. En tal estado, no resulta difícil a los secuestrados advertir a unos vecinos. Mandan estos aviso al somatén de Tolivia y sin demora, cuatro vecinos armados corren a La Cuesta.
Llegados a la casa donde se encuentran los ladrones, uno de ellos se aposta bajo el balcón, para cortar la posible escapatoria, y los otros tres entran por la puerta, encañonan a El Bárgana y le ordenan que se rinda. Suena un disparo. El bandido se parapeta tras la dueña de la casa que, asustada, grita que no la maten. Al oír las voces, el vigilante deja su puesto, momento que aprovecha El Bárgana para saltar al camino y escabullirse en la oscuridad de la noche, entre los disparos de los somatenes. Estos, mientras tanto, apresan a Juan de la Fuente, al que trasladan a Tolivia. Esa noche, le custodian en el comercio de Francisco Alonso, hasta las primeras horas de la mañana, cuando la Guardia Civil de Laviana se hace cargo del detenido.
Es Juan de la Fuente un mozalbete de dieciséis años, pero tan aniñado que apenas representa catorce. Huérfano de padre desde los cuatro, trabaja en varios sitios que pronto abandona. Escapa repetidamente de su casa materna, en Las Caldas de Oviedo, aunque no tiene motivos pues le dan cariño y buen trato. Internado en el Asilo de Huérfanos del Fresno, también huye y lo mismo hará de la casa de su abuelo. Conoce a El Bárgana en Pelúgano, mientras pastorea el ganado en el monte y pronto comparte su vida delictiva. La detención del muchacho será decisiva en su suerte última. Conocedor de sus costumbres y relaciones, dará datos fundamentales para su captura.
Mientras, El Bárgana huye por el monte, intentando ponerse a salvo de una persecución que está en su apogeo. La Guardia Civil recorre el domingo 11 de diciembre todos los pueblos de la parroquia de Tolivia. El día 12, recibe el soplo de que el fugitivo se va a ocultar en una mina abandonada en los altos del Sotón. Al entrar en la bocamina, donde le espera la Guardia Civil, Benjamín observa pisadas recientes marcadas en el suelo y se aleja del lugar. Varias personas lo ven pasar al día siguiente por la Hueria de Santa Bárbara en dirección al puente de Villar. Avisada la Guardia Civil y los somatenes, marchan a Blimea y desde allí al caserío de La Raposera, donde vive su tío Manuel González.
En las primeras horas de la noche del martes 13 de diciembre de 1927, un fatigado Bárgana llega a La Raposera. Ajeno a la presencia de las fuerzas de orden, que esperaban su llegada, entra en la casa. Preocupado, rechaza los alimentos que su familia le ofrece y sólo acepta una taza de leche, ensimismándose en pensamientos que albergan temores ciertos. Se retira luego al piso superior, conciliando un sueño profundo, hijo de la fatiga.
Afuera, es noche cerrada, cinco guardias civiles rodean la casa, pero deciden esperar. Al amanecer, una de las hijas de Manuel González sale de la vivienda, se encuentra con ellos y alerta a los del interior. Cercada la casa para evitar la fuga, un grupo de guardias penetra en la misma bruscamente, intentando sorprender al delincuente.
Acostumbrado a una vida de continuo sobresalto, El Bárgana, maltrecho y desarmado, percibe su situación y las escasas posibilidades de huida. Abandona la habitación donde ha pasado la noche y sube al desván. Toma una determinación: como siempre ha mantenido, la Guardia Civil no lo capturará vivo. Intenta colgarse de una viga, pero el cinturón cede.
Los guardias comprueban que no se halla en la habitación donde ha pasado la noche, y escuchan ruidos en el desván. Cuando al fin entran en él, se encuentran un panorama estremecedor, Benjamín aún empuña la navaja barbera con la que se ha dado un atroz tajo en el cuello, seccionándose la tráquea y la yugular.
Agonizante, se incorpora un momento y un sangriento raudal tiñe sus ropas. Caído, clava sus ojos en los guardias que se agachan para recogerlo del suelo, y apurando las últimas energías que retiene su cuerpo moribundo, les pide, por señas, que lo rematen de un tiro. Lo depositan en la cama y minutos después, fallece.
El cuadro es estremecedor, el cuerpo de El Bárgana yace ensangrentado, oculto el tajo mortal por un pañuelo que rodea su cuello, y en su rostro un último rictus deforma sus facciones. La pobreza de sus ropas, los gastados zapatos y la suciedad que cubre su figura son elocuentes demostraciones de las dificultades pasadas, desde que, un par de años antes, en la primavera de 1925, comenzase su vida delictiva al atracar a un mozo gallego en un bar.
La detención de Juan de la Fuente ha permitido la captura de El Bárgana y el descubrimiento de vecinos que actúan como confidentes y cómplices, un entramado social que amparaba a los delincuentes, participando de sus actividades criminales. Supone también el esclarecimiento de un comentado crimen, acaecido unos meses antes, el homicidio del cajero de la compañía minera británica que explota los yacimientos de manganeso de Buferrera, en las montañas de Covadonga.
El crimen de Buferrera
Domingo, 31 de julio de 1927. Robert Cecil Horne, joven inglés de veintisiete años, cajero de The Asturiana Mines Limited, para la que trabaja desde hace unos diez años, y su compañero de oficina y compatriota, George William Teasdale, de veinticuatro años, ponen rumbo, a los mandos de sus motocicletas, al desfiladero del Pontón, pues tienen la intención de llegar a Riaño. Los acompañan en su excursión, el gerente de la mina, Mr. Frederick T. Berkley y su esposa, que viajan en el automóvil de su propiedad.
Al pasar por Cangas de Onís, Horne se detiene un momento frente al Hotel Santa Cruz, para preguntar a Francisco Pendás, director de El Popular, por el paradero del ingeniero jefe de la mina, Thomas H. Fitton, que marcha esa misma mañana para Irún a recoger a sus hijos, John y Nellie. Pendás, que se halla acompañado del empresario gijonés Ángel G. Posada y del ingeniero Karl Ferber, bromea acerca de una mochila que cuelga en bandolera del hombro derecho de Horne, en la que lleva las provisiones para comer en el alto del puerto: “parece una talega de dinero”.
El Bárgana quiere pasar a América, dejar atrás el escenario de sus crímenes y comenzar una nueva vida. Pero el dinero obtenido, asaltando mineros y tratantes castellanos en los caminos de los concejos del río Nalón, resulta insuficiente, por lo que necesita realizar atracos de mayor envergadura y en Buferrera espera lograr un cuantioso botín.
Serían las seis de la tarde cuando Horne y Teasdale pasan por Cangas de Onís, de vuelta a la mina. No se detienen, tampoco en Covadonga, no quieren que se les haga de noche en el camino. Son casi trece kilómetros de ascensión por una carretera descarnada.
Cuando ya casi divisa las aguas del Enol, Horne, que precede en una veintena de metros a su compañero, observa que de un recodo en el lado derecho de la carretera, pocos metros después del kilómetro diez, salen dos individuos enmascarados y armados, el más alto con una escopeta corta de un solo cañón, el otro, con una pistola.
Llevan horas apostados en la peña, aguardando su regreso. Al acercarse, El Bárgana apunta con su escopeta a los neumáticos de la motocicleta y dispara con tan mala puntería, que alcanza de lleno en la cabeza al desdichado Horne, que cae muerto. Queda tendido en la carretera, la mano derecha agarrando el guía, la pierna izquierda sobre la motocicleta, que le coge la otra debajo. La cabeza, en un charco de sangre.
Sobresaltado por la terrible visión del crimen, Teasdale pierde el control de su máquina y cae también. Se levanta de inmediato, los asaltantes se aproximan apuntándole. El Bárgana, traje oscuro manchado de barro, pañuelo al cuello, boina y oculto el rostro con otro pañuelo, le ordena que arroje todo el dinero que lleva. Juan le apunta con su pistola. El inglés deposita en el suelo un billete de veinticinco pesetas y otras monedas de escaso valor. Al efectuar este gesto, descubre su reloj, un Waltham de oro, tipo saboneta. El Bárgana lo venderá luego, en quince pesetas, a un vecino de Tolivia. “No llevo nada más”, —dice Teasdale—.
Benjamín, el único de los asaltantes que habla, le ordena marcharse. Así lo hace. Al pasar junto al cuerpo de su compañero, se inclina sobre él. Comprueba que tiene en la frente dos heridas de bala y el rostro ensangrentado. No da señales de vida. Al incorporarse, vuelve la cabeza y observa como los asesinos, sin dejar de apuntarle, se retiran hacia el monte, tan perturbados por el infortunio de su acción que no registran al muerto ni eliminan al testigo que los incrimina. La muerte de Robert C. Horne es hija de la fatalidad.
Temeroso de un tiro por la espalda, Teasdale apresura el paso, el lago Enol está apenas a quinientos metros. Echa a correr, y llega a “La Picota” casi sin aliento. Da la alarma a Francisco Martínez Laria, empleado de la mina, y a Felipe Sánchez, el practicante, que sale a la carrera hacia el botiquín y las viviendas de los mineros. Estos, empuñando las armas y herramientas que encuentran a mano, vuelan en su compañía al lugar donde ha quedado el cuerpo de Horne.
Mientras tanto, se telefonea, por la línea particular de la empresa minera, a la residencia del gerente en Covadonga. La doncella de los Berkley, nerviosísima, corre al Hotel Pelayo a dar la noticia: “desde Buferrera piden que suban médicos y la Guardia Civil”. Juan Menéndez, cuñado del propietario del hotel, informa de lo sucedido a Francisco Pendás, que se encuentra allí casualmente, acompañando al poeta Alfonso Camín, que visita el santuario por primera vez. De inmediato, notifican el suceso a las autoridades.
Covadonga es un hervidero. Al oscurecer, llegan los señores Berkley, que habían pasado por la capital del concejo sin enterarse de lo ocurrido. Más tarde lo hacen el médico de la mina, Luis Martínez Laria, el titular de Cangas de Onís, José Álvarez Valdés, varios números de la Guardia Civil, somatenes y empleados de las minas y del Parque Nacional y el juez don Luis Colubi, con el forense y personal del juzgado. En el “autocar del Parque Nacional” y en otro automóvil llegado de Cangas, emprenden la subida a Los Lagos. Les acompañan Pendás, Camín y Berkley.
Llegan al lugar del crimen a media noche, aproximadamente. El cadáver, cubierto con una sábana, está rodeado por un grupo de mineros y pastores. El juez ordena su registro. No presenta señales de haber sido saqueado, y se le encuentran varios objetos de uso personal, un manojo de llaves pequeñas y cuatro pesetas con veinticinco céntimos. Se interroga a los presentes. Un muchacho, llamado Ramón Prieto, declara que vio el día anterior a dos individuos cuyas señas coinciden con las aportadas por Teasdale. Perseguían o ahuyentaban a unas ovejas, y al verlo se ocultaron.
Uno de los automóviles marcha a “La Picota”, para recoger a Teasdale y la camilla de la mina, en la que el juez ha dispuesto se baje el cadáver, esa misma noche, a la residencia del gerente. A hombros de los mineros, Robert C. Horne es trasladado a Covadonga. Los miembros del juzgado, acompañantes y personas que deben prestar declaración, bajan en los automóviles al santuario, donde se concluyen las diligencias hacia las seis de la madrugada.
Ese mismo día, por la tarde, se practica la autopsia que revela en la cara de la víctima otras dos heridas y una en el hombro derecho. Los proyectiles eran balines de plomo, y la muerte debió ser instantánea, causada por las postas que atravesaron el hueso frontal, destrozando el cerebro.
Entretanto, se busca a los asesinos. El juzgado ha investigado y descartado varias pistas, excepto la facilitada el miércoles, día 3 de agosto, por Marino, un pastor del pueblo de Labra. Se hallaba ordeñando sus vacas muy temprano, cuando vio asomar a un hombre desconocido en la entrada de una cueva que hay en Teón, sitio poco distante del lugar del crimen. Sospechando que pudiera ser alguno de los asesinos se hizo el desentendido y fingió continuar abstraído en su ocupación pero sin dejar de vigilar. Al poco rato, ve salir de la cueva a dos individuos que pronto desaparecen entre las peñas. Inmediatamente, manda a una niña con el aviso a la mina. Él, a su vez, sube a un alto desde donde puede observar el rumbo que toman, en dirección al monte Pome.
Los mineros abandonan el trabajo y en unión de otros pastores y de la Guardia Civil, que se les agrega en el camino, marchan a Pome y rodean el monte, muy extenso y de terreno abrupto, procurando tomar todas las salidas. Varios individuos conocedores del terreno se internan en el bosque. Saldrán horas después sin haber encontrado rastro alguno. Se mantiene el cerco un día más, pero la búsqueda resulta infructuosa. El Bárgana y su compañero han regresado por donde vinieron. Atravesando montes y sin comida, exhaustos pero libres, en dos días se hallan en Laviana.
Una sombra
El Bárgana y Juan de la Fuente huyen. Aquél, pocos meses después, encontrará una trágica redención en el suicidio. Juan será fusilado por su sangrienta participación en los sucesos de la Revolución de Octubre de 1934. George W. Teasdale, encausado por el Juzgado de Cangas de Onís como sospechoso del crimen, recobrará la alegría de vivir que la tragedia le había hurtado.
Robert Cecil Horne, el joven que desde su Middlesbrough natal había llegado a Asturias una década antes, es enterrado en Covadonga. El martes 2 de agosto de 1927, a las diez de la mañana, el féretro de caoba con herrajes plateados que contiene su cadáver, cubierto con la bandera británica y coronas de flores, es conducido, a hombros de mineros, al cementerio civil. Portan las cintas que penden del ataúd el propio Teasdale, William Mackenzie, antiguo gerente de las minas y vice-cónsul inglés en Ribadesella, Frederick Berkley, gerente de The Asturiana Mines Ltd. y Julio González, capataz del descargadero del Repelao. Les sigue un numeroso cortejo fúnebre de mineros, empleados, amigos y vecinos de Covadonga, de Cangas de Onís y demás pueblos del concejo y también de Ribadesella.
Llegados al cementerio, el señor Mackenzie abre el libro de oraciones del rito anglicano y lee el oficio correspondiente. Francisco Pendás nos describe tan emotivo momento: “Fueron unos minutos solemnes, de intensa emoción, en los que sólo se escuchaba la voz grave, ligeramente emocionada de Mister Mackenzie que leía… We brought nothing into this world, and certainly we can carry nothing out of it… My pass on the earth was that of a shadow (Nada hemos traído a este mundo y ciertamente nada nos llevamos de él… Mi paso por la tierra fue el de una sombra…). Algunos pañuelos enjugaban el llanto que brotó en muchos ojos al escuchar estas frases que no entendían, pero en las que palpitaba el dolor de un adiós eterno…”
Tumba de Robert Cecil Horne en el cementerio civil de Covadonga. Fotografía: Tadeo Pantín Bobia
Robert Cecil Horne yace en Covadonga, al pie de la montaña donde la h.ae del inglés, testigo de su último aliento, guarda aún su memoria.[1]
Francisco José Pantín Fernández
Publicado en Peña Santa, revista del Grupo de Montaña Peña Santa, Cangas de Onís, 2010, núm. 6, pp. 24-27.
Bibliografía
Camín, Alfonso, “Sangre en la niebla : El Bárgana”, en El Popular, Cangas de Onís, 5 de enero de 1928, año IX, núm. 347, pp. 1-2.
El Solitario de Tiraña, “Las fechorías de un Vivillo asturiano”, en El Noroeste, Gijón, 9 de noviembre de 1927, año XXXI, núm. 11.001, p. 4.
— “Benjamín de La Bárgana, el Vivillo asturiano, sigue dando que hacer a las autoridades”, en El Noroeste, Gijón, 13 de noviembre de 1927, año XXXI, núm. 11.005, p. 3.
— “Benjamín de La Bárgana da prueba de su audacia cometiendo otros dos atracos. Una carta del salteador”, en El Noroeste, Gijón, 15 de noviembre de 1927, año XXXI, núm. 11.006, p. 4.
— “Las andanzas del Bárgana. A tiro limpio con él. Estando en la ratonera logra burlar a sus perseguidores”, en El Noroeste, Gijón, 13 de diciembre de 1927, año XXXI, núm. 11.030, p. 3.
— “Cercado por la Guardia Civil en una casa, El Bárgana se suicida seccionándose la tráquea y la yugular con una navaja barbera, después de haber intentado ahorcarse”, en El Noroeste, Gijón, 15 de diciembre de 1927, año XXXI, núm. 11.032, p. 3.
— “En las actuaciones del juzgado se descubre que el desgraciado Benjamín tenía varios cómplices”, en El Noroeste, Gijón, 16 de diciembre de 1927, año XXXI, núm. 11.033, p. 3.
Pendás, Francisco (sin firmar), “Horrible asesinato en las inmediaciones del lago Enol : Dos enmascarados asesinan cobardemente al cajero de las minas de Buferrera, al regresar en motocicleta de una excursión al Pontón, y después de desvalijar a su compañero se internan en la montaña”, en El Popular, Cangas de Onís, 4 de agosto de 1927, año VIII, núm. 325, pp. 2-4.
— Íd. (con el seudónimo “El enano de Velázquez”), “Fantasías y realidades : El crimen del lago Enol”, en El Popular, Cangas de Onís, 12 de enero de 1928, año IX, núm. 348, p. 3.
Suárez, Albino, “El Bárgana, un personaje de corta trayectoria e intensa actividad delictiva. Sin embargo, su compañero de fechorías, Juan de la Fuente, de 16 años, era mucho peor…”, en Alto Nalón, Laviana, Sobrescobio y Caso, núm. 8, enero de 1984, pp. 8-17.”
[S. a.], “Vista de la causa por el crimen de Buferrera”, en El Popular, Cangas de Onís, 17 de mayo de 1928, año IX, núm. 366, p. 2.
— “Dos individuos enmascarados, atracan a mano armada al ingeniero y cajero de las minas de Buferrera, y matando a este último”, en El Noroeste, Gijón, 2 de agosto de 1927, año XXXI, núm. 10.916, p. 1.
Otros artículos en El Noroeste de Gijón, números 10.917 a 10.920, del 3 al 6 de agosto de 1927, y 11.163, de 16 de mayo de 1928, así como en La Prensa, también de Gijón, números 1.899, de 2 de agosto de 1927, y 2.146, de 16 de mayo de 1928, han proporcionado información adicional. Mi agradecimiento a don Celso Diego Somoano y a don Maximino Blanco del Dago por facilitarme documentación sin la cual este artículo no hubiera sido posible.
Notas