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Decíamos en la entrada dedicada a Antonio Blanco Fernández, Dos relatos de la emigración y una reseña biográfica, que ignorábamos toda noticia sobre su presencia en el concejo de Cangas de Onís. Ahora, gracias a la gentileza de su nieta, doña Vivian Blanco, y de su esposo don Rafael Nun, que nos han remitido varios artículos, tenemos la certeza de que estuvo en su concejo natal donde lo esperaban sus hermanos y tíos, cuarenta años después de su marcha a Puerto Rico. La deferencia que han tenido nos permite completar el viaje de Antonio Blanco Fernández; si en la anterior entrada publicábamos dos artículos alusivos al viaje a América, en ésta damos a conocer otros tantos en los que el autor narra su regreso a la madre patria: Rumbo a la Madre España y De Madrid a Cangas de Onís.

Son textos muy diferentes, desprovistos del sabor costumbrista de los primeros. El manejo del lenguaje del veterano escritor, que emigró siendo adolescente y ahora regresa convertido en hombre de mundo, no oculta un deje melancólico, fruto no solo de la enfermedad que le anima a viajar a España sino también de la nostalgia que enraiza en todo emigrante, océano de vida entre las dos orillas.

Antonio Blanco Fernández con sus hijos Josefina, Antonio y Ramón. Gentileza de Vivian Blanco y Rafael Nun.

Rumbo a la Madre España

Ignoro si fue el destino quien, cansado de bregar conmigo, me empujó sobre la cubierta de este buque, o fui yo mismo quien me desligué de sus recias coyunturas al cruzar el breve puente-pasarela del muelle de la «Bull Insular Line».

El caso es que siento bajo mis pies un navío elegante, cómodo e inmenso. Familiares y amigos que me abrazan y me dicen adiós; la bella ciudad de los encantos que parece ser ella la que se aleja de nosotros, lentamente, hasta desdibujarse los contornos en la azulosa lejanía.

Acostumbro poner siempre mucha alma en todo aquello que, al tratarlo, me seduce y encanta. Hay que poner también el corazón sobre estas páginas de profunda alegría mezclada con algo de tristeza. Y digo el corazón en vez de decir la exigua parte de esta sensible entraña que no se ha quedado con lo demás en Puerto Rico.

Es tan sumamente suave la trepidación de las potentes máquinas del «Juan Sebastián Elcano» que apenas se percibe la sensación de que se viaja en un vapor. El mar continúa, ya bien afuera, tan sosegado como en la propia bahía. Nos encontramos, como si se dijera de sorpresa, en un soberbio hotel flotante, tal si el «Condado Vanderbilt» se hubiera desprendido de sus acantilados y huyera de la monotonía costera hacia alta mar.

La alegría y el amable buen humor han vuelto a animar los semblantes del pasaje. La cordialidad se va generalizando poco a poco y al día siguiente ya nos tratamos todos como si fuéramos de misma familia.

El personal de este vapor, muy atento y servicial, observa en todos los momentos la tradicional urbanidad española y mucho de la antigua disciplina militar: corrección exquisita, deseo de ser útil y de agradar, sin pérdida de tiempo.

Realmente no me explico como habiendo tanta gente acomodada, con posibles de sobra para viajar de tiempo en tiempo, se quedan achantadas en la blanda y muelle comodidad de sus «chalets», sin ensayar algún día la deliciosa sensación de prepararse para un viaje, adquirir maletas y baúles, llenarlos de ropa fresca y nueva y de otros pintorescos menesteres; esperar el vapor, sentir cómo se inquietan los nervios antes de la salida y cómo vibran de emoción al separarse el buque de los muelles, al sonar la sirena aguda y conmovedora, al agitarse los pañuelos como alas de paloma torcaz.

Hay que viajar. Es preciso entrenarse en estas actividades singulares, tan sumamente elegantes, y beneficiosas a la salud, y al propio espíritu.

De Madrid a Cangas de Onís

Calculando que si tomábamos el tren rápido que sale de Madrid para Asturias a las ocho y cuarto de la mañana, ya no alcanzaríamos a ver el famoso «Puerto del Pajares» durante las horas del día, decidimos coger el de las ocho y quince minutos de la noche, también expreso, que viene llegando al amanecer a dicho puerto, lindante con la admirable frontera de León. Y nos equivocamos, pues hallamos dichos interesantes sitios, admiración de todo pasajero por el sinnúmero de túneles y la belleza singular de las montañas durante toda la ascensión, completamente ocultos por espesa y baja niebla que, en ocasiones, apenas permitía leer, con suficiente claridad, los rótulos con los nombres respectivos de las estaciones que vamos alcanzando.

Pensamos que, en otras ocasiones, fueron mucho más afortunados que nosotros, al subir «El Pajares», de acuerdo con sus interesantes descripciones, Aramburu, autor de la obra monumental Monografía de Asturias; Joaquín Dicenta, de «Sinfonía en Blanco», en su famoso libro de narraciones, Traperías; Salvador Canals (portorriqueño), autor de otro interesantísimo libro que se titula Asturias; y, por último, José Francés, el fervoroso asturianista que en su hermosa novela, La Raíz Flotante, trata de todos estos asuntos de nuestra tierra, maravillosamente.

Envueltos, pues, en densas capas neblinosas, y ateridos por un frío casi invernal, subimos el gran puerto y llegamos a Oviedo, la vetusta capital asturiana a las 12 horas, justamente, de haber salido de Madrid.

A los pocos instantes salía un tren para Ribadesella, Llanes y Santander, que conecta en Arriondas con el de Cangas de Onís a Covadonga.

Ansiosos de llegar al lado de nuestros familiares, ávidos de reposo espiritual y alivio a nuestros entonces todavía graves achaques, tomamos sin vacilar aquel tren que circula constantemente por encantadores parajes de égloga.

Hacía ya tanto tiempo que no se regocijaban nuestros ojos en la contemplación paradisíaca de tan sublime belleza; en tan risueños como evocadores panoramas, muchos de ellos amorosos testigos de nuestra ya lejana infancia…

De un lado la típica y acogedora casona solariega, con hórreo y huerta anejos; balcones y tanovias plenos de caprichosos engarces de rosaleras; la extensa y olorosa pomarada, y los verdes maizales.

Del otro extremo, la hermosa pradería en la que infinidad de ufanos segadores aprovechan las horas matinales, con el blando rocío, para ir dejando tras de sí, largos y copiosos marallos de rubio heno, que a la salida del sol, rubio también, avientan a diestra y siniestra animosos rapaces.

El metálico son de las bruñidas y clásicas guadañas al afilarlas, o cabruñarlas, a la plácida sombra de la tupida avellaneda; la llegada a la ería, por estrechísimos senderos, de las esposas o preciosas zagalas, hermanas o hijas de los venturosos segadores, con las hermosas cestas repletas de abundantes y nutritivos desayunos… el alegre chaval, allendando las vacas en las amplias camperas; los románticos sones tintineantes de las graciosas campanillas; la canción aldeana, el canto de los tordos malvises, mirlos y ruiseñores que entonan en la umbría raros gorgeos epitabánicos en plena primavera.

Luego, lo ya para nosotros tan pleno de agradables recuerdos sumamente íntimo y familiar como Infiesto; Villamayor; Arriondas; el famoso río «Selba»; las Rozas de Villanueva; ¡Cangas de Onís!… Hermanos y tíos que adivinan que somos nosotros, porque nos esperaban, después de años y años sin vernos. Asombros; comentarios; cariños de la tierra idolatrada; sol y aires asturianos; ¡Madre España!… ¡Gracias a Dios!

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Blanco Fernández, Antonio, «Rumbo a la Madre España» y «De Madrid a Cangas de Onís», artículos publicados en el diario madrileño El Imparcial, el 16 de julio y en agosto de 1932, respectivamente.